Seguidores

De Camino A Ninguna Parte

     Cualquier vida vivida contiene una serie de anécdotas. Estas se convierten en curiosas o menos curiosas dependiendo de la perspectiva de cada uno y de cada personaje que aparecen en ellas. Esta es la primera de tantas que sucedieron en la mía. No son historias fantásticas, de ciencia ficción ni acontecimientos con una acción trepidante. Se trata simplemente de historias reales, que comienzan conmigo en este mismo instante, escribiendo en mi portátil, con una copa de whisky a mi lado y al fondo de la habitación, en un tocadiscos, sonando ‘The Wary kind’. Y aquí viene la parte en la que entráis en mi mente, en mis recuerdos.
Cuando viajaba en autobús de camino a ninguna parte oí la conversación entre dos hombres, uno de ellos bebido más de la cuenta, un ‘trotamundos’ se hacía llamar, vestido con ropas raídas y un sombrero marrón que sostenía sobre sus rodillas; ojos azules, un poco gordo y con barba de tres días. El otro un hombre común, de lo más corriente, bien vestido e inmerso en el casi siempre monólogo que sintonizaba el primero; aunque no se veía molesto por su compañía, al igual que yo. No se conocían. De hecho ni siquiera se hallaban sentados codo con codo, sino separados por el pasillo del automóvil. Y no se conocían por una simple razón, la mujer de… llamémoslo Caballero, sentada detrás de él y acompañada por otra no tan distinguida señora, la cual comentaba con la primera: ‘ya le va a dar la tabarra el trota mundos ese’, y ambas rieron en silencio al igual que yo. El autobús no iba muy lleno, diez o seis personas en total incluido yo, o incluso menos.
–Y no es porque yo lo diga –continuó aquel trota mundos–, pero Praga son tres ciudades. Sí, sí, así como lo oye. –Caballero afirmaba e intentaba dar a entender que él también era hombre de mundo y que sabía lo que le iba a contar, pero ni caso, tan bebido como iba ni dejaba hablar, ni escuchaba, terminando la explicación y yendo a otra cosa sin casi dejar de respirar ni agitar arriba y abajo las manos haciendo un capirote con los dedos. –Yo he estado en multitud de sitios ¿sabe? Fui a Roma con mi mujer ahora no tengo mujer pero seguro que vendría conmigo era una mujer encantadora vimos  la capilla Sixtina, el Vaticano…–y comenzó el viajante a enumerar ciudades y lugares junto con sus cuadros y esculturas que había visto, y entremedias de la enumeración añadía Caballero la cabecilla: ‘y también verían…’ a lo que este primero contestaba: ‘efectivamente’ y repetía el nombre de la reliquia a la cual Caballero hacía mención. A todo esto, en la radio del bus sonaba ‘You Ain´t Going Nowhere’ por Bob Dylan, por muy raro que os pueda parecer. Yo disfrutaba como un niño, pues me sentía como si estuviera en una de esas novelas que se inventa la novia de mi hermano, que son a mi parecer, bastante buenas, aunque no han tenido ‘aún’, que le digo yo siempre, éxito; todo llegará. Pero no acababa ahí la cosa. Tras un buen rato de larga conversación Trotamundos comienza a percatarse de que Caballero sabe de lo que él está hablando.
–Porque como usted sabrá –continuó Trota mundos– era la Mona Lisa Leonardo da Vinci disfrazado.
–No, no, no. Ni mucho menos caramba –le corrigió su receptor–, eso es solo una teoría falsa, la cual, cualquiera con dos dedos de frente, consideraría absurda. La pobre mujer es simplemente fea. Ella era esposa de Francisco Bartolomeo de Giocondo, de ahí el juego de palabras de La Gioconda que en español es la alegre, Lisa Gherardini.
–Bueno sí, sí, pero por ejemplo, cuando yo estuve en Holanda –Cambió de tema el viajante de una manera sorprendente; jamás… bueno– me encontré con un hombre que decía ser descendiente directo del mismísimo Herman Melville –su oyente afirmaba con la cabeza irónicamente en plan:¡seguro que sí!–, pero claro –continuó el trotador– yo no le creí, de hecho le dije: ‘datos, datos, datos, no puedo hacer ladrillo sin arcilla’ como diría el personaje de Agatha Christie –tuve que interrumpir yo, pues no me parecía correcto dejar que todos pensaran que eso era cierto. Nadie escuchaba más que yo la conversación y Caballero, ¡pero no me daba la gana! Me incliné en mi asiento alargué el brazo y golpeé suavemente  el respaldo de aquel bebido hombre–. Disculpe caballero –me dirigí a Trota, para que me entendáis– lo dice Sherlock Holmes no Hércules  Poirot. No he podido evitarlo –y volviendo a reclinarme desaparecí de su conversación. Recuerdo que pensé que seguramente creería que quien lo corrigió fue su vecino de pasillo.
–Oh, nada no se disculpe hombre. Cuando uno se equivoca, se equivoca y se le corrige. Como decía mi buen padre: ‘no todos los seres de Dios son humanos, pero todos los seres de Dios nos equivocamos’ –Dejó de hablar un momento y  quedó absorto mirando por la ventana.
–Pues cuando yo era joven a la edad de veinte años iba en un autobús urbano de camino a mi residencia y un chaval de mi misma edad o un año o dos menor reprimía a gritos a su madre la pobre mujer estaba muy avergonzaba debido a que todo el mundo estaba observándolos –dijo Trota haciendo una pausa y cogiendo una bocanada de aire para continuar– la regañaba  porque le había dicho a su hermano, el tío del chaval, no sé qué del futbol y este que conocía al padre de un amigo del chaval se lo había comentado. –En ese momento Caballero me miró para saber si yo atendía la conversación, lo hacía, pero les miraba por el reflejo del cristal, asique supongo que creyó que no– La madre del chico se defendía argumentando que había salido en la prensa y él la regañaba aún más alto. Finalmente lo miré fijamente. Lo tenía solo a un metro, ¡chaval baja el volumen y respeta a tu madre! Nadie se volvió porque todos llevaban rato mirando lo que decía aquel muchacho. Me miró muy asustado, yo aparentaba algo más de veinte años y pidió disculpas. No miré a la madre pero ganas me dieron de decirle que educara a su hijo, pero la pobre ya había tenido suficiente. Lo gracioso del asunto es que unas horas más tarde me topé con aquel chaval por mi residencia, también residía allí, y me saludó alegremente, de hecho me lo encontré aquel día como un par de veces y muy educadamente se despidió. Supuse que no se acordaba de mí.
–Sí, ya me imagino su cara –sonrió su acompañante–. No puedo imaginar cómo puede haber gente así. Parecen sacados de una película. Saben que hay gente a su alrededor que les escucha y alzan la voz o incluso dan golpes para parecer más hombres. Jamás lo entenderé. Una vez me pasó algo parecido, aunque no íbamos en un autobús. Yo estaba en un bar y había dos tipos haciendo lo que hace uno en un bar, pero armando demasiado ruido, y entonces les dije: ¿podéis bajar el volumen? –Pensé que esa historia me era familiar pero no caía– contestaron que por qué iban a hacerlo.
–Y ¿qué hizo, qué hizo?
–Les dije que porque no había pedido…–al momento me vino la frase. En voz alta, creyendo que ninguno de los dos me oirían la acabé: dos imbéciles con mi copa–Caballero se dio la vuelta para ver si había oído lo que había oído y seguramente esperando que no dijera nada. Era de una serie que me encanta: Justified por el escritor Elmore Leonard, que en paz descanse. Por supuesto no dije nada.
El autobús deceleró y tomó la siguiente salida a ningún sitio, Trota hizo una exclamación y anunció que ya mismo llegábamos a su parada.
Miré el pequeño cartel del asiento de enfrente: ‘Abróchese el cinturón de seguridad’ y en inglés (aunque más bien parece alemán) ‘Fasten seat belt’. ¿Para qué?, nunca pasa nada. No le hice caso, nadie lo hacía. Sólo una vez vi en un autobús abrocharse el cinturón; dio la casualidad que fue un amigo de mi hermano.
Me asomé por la ventana. Era de día. Habíamos cogido el autobús por la mañana temprano y ahora nos acercábamos al comienzo de la tarde. El paisaje era el típico. Bosques de olivos extendiéndose en el horizonte y de vez en cuando un pequeño pedazo de tierra calma y un cortijo o dos por los alrededores. El sol entraba por mi ventana y refractaba en parte de mi asiento. Pensé un par de veces en cambiárme, pero finalmente se movió, o nos movimos, y ya no me molestó más. Había hecho un frío de espanto por la mañana; ahora había subido unos pocos grados la temperatura, sobre todo en  el autobús, pero lo justo para que sí accionas el aire acondicionado pasarás frío; pero llevaba mi chaqueta de piel de cerdo a causa del frío de la mañana. El tiempo estaba loco. Accioné el aire: no funcionaba.
Cogí mi móvil y encendí la pantalla para mirar la hora. Vi que tenía un mensaje en uno de los grupos silenciados de la uni. Lo abrí: Tíos (decía mi amiga). Batidos gratis. En la cafetería de la resi. Le contesté si seguía habiendo y ella: no sé. Ja, ja, ja, ja. Okey. Y oscurecí la pantalla del móvil. Otra vez será. Aunque la verdad es que me apetecía uno. Agarré mi botella de agua y le di un buen trago. Cada vez hacía más calor, estábamos en septiembre  –aún estábamos en septiembre y cada vez hacía más calor–. Calor, la calor. ``Nadie ha tenío caló en zu via si no dice la calo´´, había dicho aquel cómico por la tele cuando yo era pequeño. Recuerdo que no me hizo mucha gracia, pero me reí como se ríe un niño a esa edad, porque está viendo un programa de mayores con mayores y estos se ríen a carcajadas. Él también quiere pasárselo bien.
Cuando llegamos a la estación  se bajó Trota y viéndolo pasear hacía la salida embriagadamente, diríase que el autobús seguía en marcha. Se despidió rápidamente de Caballero. Solo le dedicó unas palabras y que le vaya bien, amigo. Él autobusero le recordó que no se olvidara de su equipaje y éste se marchó a paso asombrosamente rápido y tambaleante, con su maleta en la mano, pero sin lo que descuidó sobre su cabeza,  hacia algún bar de ningún sitio, supongo que porque ‘su perfume embriagador’, como dice la canción, parecía que se le iba agotando, pero desgraciadamente, no le iba agotando.
La radio había dejado de emitir música y el conductor comenzó a cambiar de emisora. Describiría el tan conocido sonido de la radio al cambiar de una a otra, pero mentiría. La radio era digital. Ya solo pulsando un botón saltaba de una a otra. Tras tocar el botón un par de veces, en las cuales había caído en una de música clásica, se decidió por la 102.4 FM. Una voz en inglés anunciaba la canción. No entendí más que ‘by Roy Orbison’, e inmediatamente sonabaThere Won't Be Many Coming Home’. Adoraba esa canción. Enchufé mis cascos al asiento, subí el volumen  y me sumí en la cálida canción.
Todo a mí alrededor se desvaneció rapidísimamente, no poco a poco como en las películas, y mi imaginación comenzó a volar sobre instantes en mi memoria. Ya no estaba en aquel autobús de camino a ninguna parte, sino en la antigua cocina de la casa de campo de mi abuela con mi familia. Tengo dos hermanos, uno mayor y otro más pequeño que yo, de unos siete años. Mi madre, metida de lleno en su olla y distraída de mi conversación,  fríe una rica salsa de bechamel para los espaguetis con carne picada de primero y de segundo dos fuentes grandes de alitas de pollo y croquetas; mi hermano mayor entra por la puerta corredera con un nuevo disco. Un disco de vinilo que había ido a comprar en el pueblo de a pocos kilómetros y que llevábamos tiempo queriendo escuchar; y yo contándole a mi madre sobre la liebre que me había encontrado por los alrededores y que persiguiéndola me había caído y llenado de barro. En cuanto pasa por la puerta salgo disparado hacia él. No quiero ver el disco, solo queremos llegar lo más rápido al toca discos del despacho de mi padre y hacerlo sonar. Revivir su sonido. Salimos corriendo de la cocina, aunque mi hermano al verme correr hacia él ni siquiera llega a entrar en la cocina; oigo a mi mama decir: niiiños; sin voz de enfado, más bien como si tuviera que decirlo por ser la madre. Pasamos al comedor y llegamos al salón. Mi hermano pequeño rodeado de juguetes, con su preferido en la mano derecha (un coche de fórmula uno) y un tractor en la izquierda, haciendo carreras en las que su mano izquierda nunca llegará a ver la meta. Lo saltamos por encima, no hay tiempo para rodearlo. Por suerte ningún juguete resulta dañado. Y aquí llega lo peor…una puerta grande y verde ante nosotros. El despacho de padre– ¿Sabes si esta? –Me pregunta, y yo simplemente niego con la cabeza. ¡Maldita sea, cómo lo iba a saber; he estado toda la mañana persiguiendo un conejo y para nada! Mi hermano golpea firme y suavemente la puerta que casi no emite sonido y de dentro no se oye nada más que un serio ¿sí? Abrimos lentamente la puerta. Desde la perspectiva de mi padre mi cabeza flotante asoma y encima la de mi hermano. El disco de música asoma. Contra todo pronóstico mi padre sonríe de oreja a oreja, como el gato de Cheshire, –de oreja a oreja–. Se levanta como un rayo, enciende el toca discos y nos deja ponerlo a los dos a la vez. Primero mi hermano pone el disco; y yo me encargo de la aguja, lo más importante: los dos me observan. El disco puede pasar de rayarse a sonar deliciosamente. Mi padre me aconseja intranquilo un ‘tranquilo’ que intranquiliza. Cojo la aguja, la sostengo con ambos dedos, gordo e índice y la coloco suavemente y con tanta precisión sobre el disco como si de un cirujano se tratara. Se oyen los crujidos del disco justo antes de llegar a la parte grabada. Como si quisiera asustar suenan inesperadamente las palabras en inglés: ‘A long long time ago’. Don McLean ha resucitado con su American Pie. La operación ha sido un éxito. Hay una niña pequeña y a su alrededor la inmensidad de una nada y un todo. Una reina y un rey me animan a acercarme, pero no soy yo mismo al que animan, sino un ‘yo’ infantil que aún no ha existido o debería ya haber existido (me inclino a pensar más en esto segundo) y por último tras  yo negarme,  por puro idiotismo no por imposibilidad, se unen en un juego sin par a la vez que la niña, infinita en su juventud, se entristece y lamenta mi decisión, pero yo esto último no sé si lo sé. Porque puede que lo piense ahora pero no en aquel momento. ¿Si estuviera soñando todo esto ahora lo sabría? No, no estaba soñando. ¿Me he dormido? Y un perro.

Pues sí, me desperté aturdido y desorientado. ¿Había oído un ladrido de perro? Estaba seguro. El autobús ha topado con un bache y he oído a un perro ladrar. Volvió a oírse y eché un vistazo rápido a la gente en busca de confirmación. Tras otro bache se deshizo el hechizo. Habían sido los amortiguadores del bus. Solo eso, unos amortiguadores. En la radio sonaba ‘Bad, bad Leroy Brown’ por Jim Croce. Repasé el autobús en vista de las personas que permanecían en él. Aquel autobús se dirigía a ninguna parte y todavía quedaba un largo camino por delante. Yo había cogido el autobús en donde quiera que estuviese  y ya estaba un poco cansado del trayecto. En el autobús se encontraban, a excepción de Caballero: su mujer  y… ¿la hermana de alguno de ellos?, y el autobusero claro: un hombre calvo y con unos kilos de más con unas gafas que cuando le da el sol se oscurecen y a la sombra se ‘transparecen’. Una anciana con cara de encantadora que observaba el paisaje por la ventana. Llevaba sobre sus rodillas una cesta de mimbre algo grande, forrada con un típico mantel blanco de cuadros rojos. Se la veía contenta además de ansiosa por llegar a casa. Vestía muy simple, pero era toda una señora. Su ropa, aunque se veía barata, las vestía con una elegancia que ya quisieran algunas. Un hombre de unos cuarenta años tostado demasiado al sol con un sombrero vaquero  elegantísimo. No penséis en un sombrero nuevo y flamante, este se veía ajado y un poco desgastado por los bordes y la copa, y además como hay que llevarlo. Sí, ya sé que sobre la cabeza es la única manera de llevar un sombrero, quiero decir que lo llevaba bien, no como algunos catetos. Incluso diría que era hecho a medida. E incluso juraría que llevaba botas vaqueras también. De hecho me atrevería a decir que lo conocía, pero no sabía de qué. Tenía pinta de amable. A este  le acompañaba una encantadora  niña de unos ocho años, que rendida por el viaje, se apoyaba en la pierna de su padre mientras le acariciaba su rizado pelo dorado. Era como un ángel dulce que soñaba que había regresado a casa. Llevaba un vestidito rosa claro que formaba simples siluetas de ramas de árboles con hojas pequeñas, además de unos zapatitos blancos.
Yo no viajaba por placer, tampoco viajaba por asuntos de trabajo ni por aburrimiento. Tampoco viajaba por tener nada esperándome a donde iba, viajaba por una única razón y querría haberla  olvidado. Parecerá que no viene al caso y es posible que no venga, pero cuando pienso por qué voy a Ninguna Parte, me viene la misma historia a la cabeza. Como si me hubieran robado la idea de a dónde iba y hubieran puesto esa pequeña historia.
Me incliné sobre el reposa brazos del pasillo y asomé la cabeza para ver el viaje por la ventana del conductor. No sé a qué velocidad iríamos, pero el autobusero se estaba dando mucha prisa. Y eso no me hizo gracia.
Tuve la sensación de que me observaban. Estaba seguro. Podía sentir cómo me clavaban la mirada. Me sentía  incómodo.  No quería, pero sentía la necesidad de mirar  a Caballero, aunque si lo hacía, iba a tener que escucharlo el resto del camino, y eso no me apetecía en absoluto. Idiota de mí, miré. El señor Caballero me miraba desde su asiento. Buscaba mis ojos para hacerme un gesto, el cual entendí era: ‘Que tío más raro’ o ‘iba demasiado borracho’ (se refería a Trota mundos claro),  y yo arqueé una pequeña sonrisa, y tentando a la suerte,  le dije: que tío más raro y borracho eh. Y sonrió. Y ocurrió lo que yo no quería: se levantó  para sentarse en el asiento que yo tenía enfrente. Me saludó amablemente y yo hice lo debido.
La conversación que resultó a continuación me produjo una sensación incómoda, pero no podía hacer nada. Estaba atrapado entre cuatro asientos:
– ¿Qué tal amigo? ¿A dónde se dirige?, a mí me quedan algunas paradas más. Vamos a visitar a la familia de mi mujer –con  lo cual mujer desconocida, era la hermana de Caballero– y créame –me dijo tapándose la boca y en voz baja– no tengo ninguna gana –y sonrió.
–Yo no voy a ninguna parte –y asentí sonriendo como quien no quiere hablar con nadie en ese momento y menos con un completo desconocido.
– ¿Y se puede saber el motivo de su visita? –dijo el buen hombre sonriente. Dije lo primero que se me pasó por la cabeza, pero no era cierto en absoluto, o al menos eso creo. Sí, seguro mentía:
–Voy a ver a mi familia también –. Iba a cortarlo de una vez cuando comenzó:
– ¿Pues sabe? –«Seguramente no»– yo conozco a gente allá donde va usted. Unos muy buenos amigos. Nos conocemos desde que éramos pequeños y… –«y déjeme ya en paz, por favor»–…una vez –sonrió como quien rememora viejos momentos– después de salir de misa...; yo vivía por allí ¿sabe?, me caí de una rama de un pino que los tres estábamos escalando y los dos vinieron corriendo hacia mí.  Yo les dije que me encontraba bien, que no bajaran, y cuando traté de levantarme tenía el pie mirando hacia el oeste. De inmediato caí  mareado, no por el dolor ¿sabe?, sino por el espanto –yo, que no le veía la gracia por ningún lado, y que estaba interesado lo más mínimo, le pregunté–: ¿y qué pasó después? –A lo que respondió– me desperté en el hospital y no volví a ver a ninguno de ellos por culpa de mi madre que me lo prohibió. Pero bueno… cambiemos de tema; algo más alegre ¿no? ¿Estudia usted?
–Y tanto. Pero estoy contento. Aunque a veces los días se hacen interminables y otros las semanas pasan como días. No sé qué es peor la verdad.
–Yo no estudié, tiene mucha suerte. Siempre quise. Se lo pedí a mi padre muchísimas veces. Yo quería estudiar medicina, pero mi padre es empresario y nunca me dejó, siempre me decía –y aquí imitó una voz grave, la de su padre supongo –: Yo fundé esta empresa con mi nombre y mi nombre seguirá en esta empresa.
–Qué lástima –me lamenté sin mostrarme ni un poco compungido y traté de decir lo que se suele decir en estos casos–. Seguro que todo salió al final a pedir de boca –su cara se entristeció y me miró a los ojos diciendo: sí, no me va mal, pero yo quería estudiar medicina. Iba a preguntarle cuál era el nombre de la empresa, pero lo vi tan decepcionado que deseché la idea.
–Sí, ya no te molesto más, pero una última cosa: ¿lo quieres? A mí no me queda bien. Se lo ha dejado ese señor –era un sombrero realmente  bonito y a juzgar por la tela: la mar de bueno– a ti seguro que te queda bien –dijo con entusiasmo. Yo le dije– pero ¿y si lo reclama? ¿Y si se acuerda de que lo perdió y lo requiere? –a lo que me respondió– ¿Crees que se va a acordar de dónde se lo ha dejado o de si cogió ayer un autobús; o si quiera de que llevaba sombrero? –Le di las gracias, y me instó a que me lo probara: me reflejé en la ventana: podía verme con aquel sombrero y mi camisa de cuadros, todo a juego con mis tejanos y mis zapatos hechos a mano. Me miré un par de veces y… está mal que yo lo diga, pero me quedaba genial. Era de un color arena con una cinta burdeos, muy clásico. Me lo quité y lo posé sobre mi chaqueta de piel de cerdo que había dejado en el asiento de mi izquierda–. Bueno amigo no le molesto más. Una última cosa –me hizo dos últimas preguntas: ¿Le gustan las adivinanzas? A lo que respondí que sí y ‘recuestionó’:
El que lo fabrica no lo quiere,

el que lo compra no lo usa
y el que lo usa no lo ve.
¿Qué es?

Me la repetí un par de veces y le dije que me gustaba y que la pensaría, pero que ahora iba a descansar. Me respondió que muy bien y que esperaba que la resolviera antes de su parada. Le dije que lo intentaría. –Es relativamente fácil –me dijo– cuando encuentres la respuesta correcta, sabrás que es esa. Se alejó hacia su asiento, tambaleante  debido únicamente a los movimientos del autobús,  para no volver a tratar ninguna conversación más con él. Llegó a su asiento, se sentó como pudo y se acomodó. Miró a su derecha y cogió una especie de pequeña revista con el título: ‘Los secretos de estilo del perfecto, y en grande, CABALLERO en el siglo XXI’. Y en la portada una mujer de pie sosteniendo una copa y un hombre  de esmoquin  sentado con una pose elegante. Lo primero que pensé fue: que suerte, yo me mareo cuando leo en el autobús. Y a continuación, que mi mote le venía que ni pintado.
Es curioso la clase de lectura que le puede gustar a la gente: Desde pequeñas revistas a novelas infinitas. En otra ocasión, cuando realizaba el mismo viaje, topé con un amigo de mi hermano, (precisamente el único al que había visto yo abrocharse el cinturón en un autobús), el cual vivía en mi misma residencia. En sus manos de dedos largos y huesudos sostenía un libro cuyo título rezaba: ‘Espacio-tiempo cuántico, en busca de una teoría del todo’. No pude ver el nombre de su autor, pero momentos después lo busqué con el móvil. Pues bien, este chico está estudiando, nada más y nada menos, que MEDICINA. Sí, ya lo sé, puede que un amigo se lo haya recomendado y no sea su lectura habitual, aunque no lo creo. A lo que voy es, que es muy curioso como conociendo los gustos en la lectura de las personas puedes llegar a saber cómo son. Por  ejemplo a mí me gusta leer novelas de misterio o policiacas. Aunque debo decir que también me gusta la lectura clásica. No tanto como James Joyce y su tan aclamada ‘Ulises’; que he de reconocer que no pude terminar, pero alguna vez que otra me gusta lo clásico; y de vez en cuando un buen libro religioso. Como dice mi madre: ‘a gustos los co…, no, sobre gustos no hay nada escrito’.
Rondaba por mi cabeza la idea de acercarme a hablar con mi nuevo amigo, pues llevaba un rato despierto y no podía dormir; pero había pasado más tiempo del que yo creía y el autobús cogió la siguiente salida dirección casa de Caballero. Justo en aquel momento ocurrió algo inesperado, no os podéis imaginar lo que me costó aguantarme la risa. A mí me había pasado un par de veces o tres a lo largo de mis viajes en autobús, pero lo de aquella señora… Miré a mi derecha y la señora de Caballero dormía no tan plácidamente, con la cabeza apoyada en el cabezal y su papada rebosante hacia delante, cuando en uno de sus propios ronquidos ‘GhhhhGhGGG’  SE DESPERTÓ. Apenas pude contenerme. Quedé un momento observándola para ver su reacción con sus ojos en todas partes tratando de buscar o el ruido que la había despertado o a alguien que hubiera podido ver aquella acción sin motivo que la había despertado, porque desde luego, lo último que pensó, fue en un ronquido, y que además este proviniera de ella. Yo me tumbé en mi asiento vecino vacío para que no viera cómo me desternillaba de la risa, digo de risa.
Ya llegábamos a su destino. Caballero fue despertado con mucha delicadeza por su mujer al igual que su hermana,  y ‘ambos tres’ cogieron sus sendos equipajes de manos y a punto estuvieron de marcharse sin –ya decía yo– acercárseme Caballero:
– ¿Ha adivinado usted la adivinanza, amigo? –dijo de lo más sonriente y como si tuviera ganas de contármela. Como un niño pequeño al cual no le gusta adivinar, pero le encanta desvelar.
–Lo siento mucho, lo olvidé por completo. Pero haga usted el favor de no resolvérmela, ya la pensaré, gracias. Así tendré un entretenimiento para el viaje.
–Oh, claro, descuide. Aunque lo lamento porque me quedo con las ganas de decírsela, pero si de verdad no quiere saberlo no lo haré, sólo le diré una cosa…
–Pistas no por favor –odio las pistas, una adivinanza es lo que es, si no se llamaría ‘pistanza’, (ya no sé ni lo que digo) – de veras no me la diga.
–Vale, vale, como quieras –dijo tuteándome. No me molestó–. Pero no la vas a adivinar –y se apeó del autobús con una carcajada burlona, como el malo de una peli de cine mudo, pero con sonido, claro. Ni siquiera reparé en ese comentario. Claro que la adivinaría, ¿no iba YO a hacerlo?
Les vi alejándose lentamente hacia fuera de la estación. Era una gran estación. Y, a pesar de toda la gente que había, parecía que nadie quería subir al nuestro. Los vi perdiéndose entre la multitud hasta desaparecer por completo. Eso me recordó a la clase del estudio del movimiento de los fluidos que había tenido de hidráulica –porque, ¿qué veríamos, decía mi profesor, si en vez de describirlo así, lo hiciéramos de esta otra manera? Pues veríamos lo que vio el general Custer en la batalla de Little Big Horn: una lluvia de flechas.
Pensé que el autobusero estaba tardando demasiado para lo que tenía que hacer, y era que el muy sinvergüenza se estaba fumando a escondidas un cigarro tranquilamente. No pude verlo, pero detrás de aquella columna sobresalía una cantidad malsana de humo y parte de su barriga. Parecía una chimenea. Podía haber dejado la radio encendida al menos. El humo del conductor me llevó a fijar mi mirada en un hombre que  supuse que pedía dinero. Lo supe porque iba de una a otra persona con un DNI en la mano. Era un truco que, según mi padre, llevaba utilizándose años. El tan desgraciado se te acercaba pidiendo limosna para un ‘billete’ de autobús que le llevara a cualquier sitio que le interesase, mientras su escusa comenzaba: mire, no lo escondo, salgo de la cárcel y me he desintoxicado. Aquí mi DNI para que vea que no miento, soy de tal sitio y necesito un billete para llegar. Mientras tanto podías: frenarlo, darle la tan ansiada limosna o no decirle nada y que se quedara ahí pasmado hasta que llegara tu autobús. Es curioso que todos estos hombre tengan la pinta de drogadictos, que seguramente lo sean y que no mientan del todo, viajar viajarán, pero lo harán con otro tipo de automóvil, uno que les conduzca a donde ellos quieran y les permita viajar por un mundo psicodélico de falsa felicidad y falso deseo hasta que un día lleguen a su destino, aunque un tanto distorsionado. Ojalá me equivoque.
Tardaba tanto el autobusero que decidí bajarme para comprarme un tentempié, pero justo cuando lo hacía, tiraba la colilla y reaparecía como el gato de Alicia, pero este, en vez de desde la sonrisa hasta el resto de su cuerpo, lo hizo desde su barriga. Me volví hacia mi sitio mientras me fijaba en los pasajeros. Todos permanecían en su sitio salvo la niñita del vestido rosa, que se había puesto de pie para estirar algo sus piernecitas. El autobusero entró pidiendo disculpas por su tardanza. La buena señora había sacado de su cesta de mimbre una galletita que ofrecía a la pequeña y que esta aceptaba sin dudarlo. Su padre le reprochaba con la mirada un ‘gracias’ descuidado por su hija, y esta, con una humilde vocecita, lo ofrecía tímidamente, al cual, la sonriente y buena señora respondía con un tierno ‘no hay de qué’. Dos chavales, uno moreno y otro pelirrojo, con una pequeña mochila cada uno, sin ningún tipo de equipaje pesado, corrían esquivando a la marabunta de gente que se había reunido en la estación hacia… ¿nuestro autobús?, que permanecía en su andén correspondiente a la estación. El vaquero se quitó su sombrero y lo posó en su rodilla derecha. El motor fue arrancado y los muchachos llegaron justo a tiempo. El autobusero hizo una mueca de disgusto, mueca que él se mereció por su tardanza tabaquera y ninguno de los presentes reveló.
–Disculpe la tardanza señor, ha sido el tráfico –dijo el moreno sudando la gota gorda y con una respiración entrecortada. El pobre. Con lo que habrían tenido que correr y encima se disculpa.
–Anda. Subid. Billetes –los rasgó–. Pasad. Pero la próxima vez me iré sin vosotros. Habéis tenido suerte –continuaba el autobusero hablando solo, puesto que los muchachos habían llegado ya a sus asientos.  Se sentaron al final del pasillo del autobús. A uno de ellos le veía totalmente, el otro me lo tapaba el asiento delantero– de no haber sido por el cigarro que me he fumado… –encendió la radio y condujo. Continuamos nuestro largo y duro viaje mientras anunciaban ‘The Piano Man’ by Billy joel.
Oí una pequeña carcajada y me giré para ver que procedía de la anciana que se había girado en su asiento en dirección contraria al avance del autobús. Anciana, Vaquero y Pequeña se habían enlazado en una amistosa conversación, en la cual, me gustaría haber participado:
–Qué angelico. Seguro que es un encanto ¿verdad? Y que no da muchos problemas –dijo la anciana.
–Sí, la verdad es que es un encanto. Tiene sus días, pero ayuda mucho a papa, ¿no tesoro? –dijo el padre, con una voz más agudo de lo habitual, mirando a sus hija, a su pequeña, a su tesoro.
–Sí papi, claro –dio por supuesto la niña sin timidez–, pero la mayor parte del tiempo no me porto mal. Solo que si no me gusta la comida, como comprenderás, no me la voy a comer. Sobre todo no me gusta lo verde. Pero no porque sea verde. Es simplemente –la anciana atendía cómo si hablara con un adulto– que coincide que no me gusta. Y no es solo lo verde, lo rojo a veces tampoco.
–Bueno cariño –miró un segundo a papa y volvió la vista a la niña–, a veces hay cosas que es inevitable que no nos gusten. Como por ejemplo, a mí no me gustan los cacahuetes con miel –pensé que era un mal ejemplo–, pero me los como. Porque son sanos para mí, ¿vale? ¿Harás caso a tu padre? –. La niña se apretujó contra su padre y asintió recuperando algo de timidez.
–Sí señora, ¿papá me aúpas? Estoy cansada ¿Cuándo vamos a llegar? Quiero ver a la abuela y el abuelo –su padre la cogió por las axilas, acercó cara con cara muy cerca, y abriendo mucho los ojos y poniendo una cara extraña dijo–: y ¿a mamá no? –Pues claro –rio la pequeña. La sentó sobre su regazo y el sombrero que había sobre la rodilla de Vaquero cayó. La anciana lo atrapó y se lo devolvió a su dueño, quien, la llamó amable. Puso el sombrero en el asiento de al lado–. Ya mismo llegamos cariño. Nos estamos retrasando y el viaje es muy largo. Duérmete. Cuando despiertes ya habremos llegado –. Pero eso no se iba a cumplir.
– ¿Tú crees papi? –preguntó la niña entre sueños. Con los ojos cerrados y una expresión de relax– Eso espero.
–Es un encantó –dijo la anciana–.Yo tengo una nieta. Es casi de su edad. La veo mucho. De hecho voy todos los fines de semana a verla, pero como el anterior no pude, por eso voy este. Le llevo este regalo, mire –la anciana rebuscó en su cesta de mimbre y sacó una preciosa muñeca de pelo rubio rizado y vestido blanco con rayas verdes horizontales– ¿cree que le gustará?, ¿a su hija le gustaría?  –preguntó la anciana un poco triste.
–Seguro que sí –la tranquilizó él–, no se preocupe. Esta sigue usando las muñecas que tenía desde pequeña. Es cierto, ya lo hace menos, pero van haciéndose mayores, pasan a otra etapa igual de bonita. Nosotros lo que podemos hacer hasta que sean de verdad mayores,  es tratarlos como lo que son, nuestros niños, pero ellos no lo comprenderán hasta que estén en nuestra situación  –después de esas palabras sonrió a la anciana y esta le devolvió la sonrisa. Ella iba añadir algo más, pero no lo hizo. Asintió y se giró en su asiento en su posición inicial. No se la veía triste, pero una expresión un tanto melancólica dibujaba su cara.
La radio dejó de emitir música para dar una nueva noticia: Passenger y Bruce Springteen competían por el número uno de los discos más vendidos en el Reino Unido. Y acto seguido emitían dos canciones: una del primero que no me gustó y otra de del segundo que no me dio tiempo a acabar, pero que me estaba gustando. Pensé en comprarme el disco. Y pensaba yo en eso cuando… PUM…CHIRRIDO DE FRENOS… FRENAZO. Como si de un disparo se hubiera tratado, así sonó el pinchazo de la rueda del coche. A su vez una voz gruñona gritó. Mi cabeza fue a parar con el cartelito de ‘Abróchese el cinturón de seguridad’ y en inglés-alemán ‘Fasten seat Lieb’.Y mis propias palabras retumbaron en mi mente, como si en vez de tener pajaritos volando alrededor de mi cabeza, tuviera una corona de palabras « ¿Para qué?, nunca pasa nada» y la sangre comenzó a emanar de una pequeña herida que pronto se hincharía y me dejaría un chichón morado. La cabeza me daba vueltas y más vueltas. Aturdido, una vez frenó el bús, o la guagua como diría un canario, me levanté como pude para ver si todo el mundo estaba bien. Me acerqué a la vieja anciana que, para mi asombro, llevaba el cinturón de seguridad. Pude ver que estaba bien, pero todos los elementos de su cesta se habían esparcido por el suelo del autobús. Ella permanecía en un estado inmóvil y a mi pregunta solo respondió con una leve afirmación de cabeza. El vaquero estaba abrazado a su hija, a la cual, había protegido del golpe. Su sombrero estaba totalmente aplastado.
–Oiga amigo ¿se encuentran bien? –pregunté demasiado fuerte, sin poder controlar mi voz. No me contestó él ni su hija. Ella llamaba a su papa preocupada, sin llorar pero a punto– papá despierta papá, ¿qué te pasa papá? –justo cuando su lagrimita iba a derramarse me acerqué. Cogí al hombre y lo extendí en el suelo–. Tranquila pequeña –la tranquilicé–, solo se ha desmayado a causa del golpe –o eso esperaba. Le tomé el pulso. Sí, debía de ser eso. En la zona del hueso parietal tenía un poco de sangre. Se habría golpeado. Miré al extremo inicial del autobús. No podía ver al conductor. Miré al extremo final y pude ver al chico pelirrojo tirado en el pasillo. Había salido disparado de su asiento como si tuviera un cohete propulsado en su espalda. Creo que había perdido el conocimiento. Su amigo moreno ya estaba en pie en la misma postura que yo, con el vaquero intentando despertarle.
– ¡Señor, despierte! ¡Despierte! –grité, pero no respondía. Al menos seguía respirando. Su hija lo animaba igual que yo. Tenía lágrimas en los ojos, pero estaba manteniendo la calma. Pensé que era una niña muy fuerte. La anciana se levantó de su asiento al mismo momento que el autobusero, que muy alterado y con miedo, pero venciéndolo, se acercó para mirar a los pasajeros.
– ¿Se encuentran todos bien?, no sé cómo ha podido pasar, no había nada en la carretera, ha debido reventar por sí sola. No lo comprendo –me acerqué a él; se le había roto un cristal de las gafas. Le pregunté por el botiquín de primeros auxilios y le pedí que abriera las puertas, las dos. El cowboy ya estaba despertando y su hija lo abrazó con alegría.
– ¡Papi, papi, has despertado! –se sorprendió la niña. Él estaba un poco aturdido. Abrazó un momento a su hija y se llevó la mano a la herida con una expresión de dolor. Se miró la sangre en los dedos y le ofrecí un algodón bañado en un poco de agua oxigenada.
–Sí, cariño, papi está bien, pero déjame levantarme –le ayudé y me dio las gracias. Casi se vuelve a desplomar; estaba un poco mareado–. Gracias, ¿están todos bien? ¿Qué ha sido, un reventón?
–Creo que sí –le respondí­–. La señora estaba un tanto aturdida pero ya está mejor. El autobusero también, y aquellos muchachos… uno se ha desmayado, pero los dos están bien –ya empezaba a despertarse el pelirrojo– ¿estáis bien? ¿Alguna herida? –Les grité, y uno, el moreno, levantó el pulgar y dijo–: yo solo una contusión, pero nada más.
­            – ¿Y usted? –me señaló el vaquero. Pensé en decirle que bien, me he comido el asiento delantero, pero aparte de eso, este chichón me va a estallar.
–Bien, me he golpeado la cabeza –en ese momento la sangre me alcanzó el ojo y me llevé la mano rápidamente para secarla. Cogí algodón en agua oxigenada y me lo apliqué–. Su hija parece estar perfectamente. Es una niña muy fuerte –la miré sonriendo y ella me devolvió la sonrisa– no ha llorado ni una vez.
–Bueno –contestó ella–, un poquito, pero porque no te despertabas papi –le dijo como echándoselo en cara a su padre.
Andábamos por una carretera secundaria. Había un gran cartel en el cual ponía: GASOLINERA A 3 KM. Bajé del bus para tomar algo de aire seguido por Vaquero y su hija. El conductor estaba fuera, en compañía de su barriga y un cigarro, examinando la rueda. Me ofreció un cigarro sin abrir la boca que rechacé. No fumaba, lo detestaba. Vaquero lo aceptó y su hija lo miró gruñona; a ella tampoco le gustaba, y menos que su padre fumara. Fui el primero en hablar.
– ¿Cómo cree que ha podido pasar? –me miró como diciendo: no soy mecánico, y me dijo: –No sé. Nunca me había pasado y no puedo arreglarlo. Alguien tendrá que ir a aquella gasolinera y llamar por teléfono, a menos que tengan cobertura, que yo no la tengo. Mi móvil es una patata –lo sacó para comprobar si volvía a tener. Era una patata. Yo saqué el mío. Tampoco tenía cobertura. Vi que tenía una llamada perdida, varios mensajes de grupos sin importancia y silenciados y uno de mi hermano: ¿cuánto te queda?, Mucho hermano. Pero no sé cuánto. Le escribí el mensaje de lo que había pasado y le comenté que a pesar de todo estaba bien, pero no le llegaban. En ese momento bajó el moreno del bús.
–Nada, sin cobertura –y Vaquero lo mismo–. Me acercaré yo. Usted tiene una hija y usted debe quedarse con el autobús –al conductor le pareció bien. Vaquero se negó y yo le convencí.
–No nos precipitemos –dijo moreno–, puede que alguien pase dentro de un rato, esperemos y pidámosle ayuda–. Miramos todos en ambas direcciones. Una carretera infinita por ambos lados, bosques de olivos por doquier y ninguna de aquellas casuchas en las que pudiera vivir alguien. Está bien te acompaño –me dijo el moreno que nos observaba con medio cuerpo fuera del bus y medio dentro– no tiene que ir usted ni tiene por qué ir solo. Le acompaño, pero si ustedes dos ven un coche, díganle que nos recoja, por favor. –No me negué. La verdad, prefería compañía. El calor había aumentado y alguna que otra chicharra comenzaría a cantar de un momento a otro.
–De acuerdo –le dije– coja agua si tiene o la cartera, o algo que se quiera llevar. Yo haré lo mismo. Subió las escaleras seguido por mí. La anciana había recogido unas cuantas cosas de su cesta–. ¿Os encontráis bien? Vamos a la gasolinera más cercana. El problema es la rueda, que está pinchada, y no  tenemos cobertura en los móviles para llamar a alguien que la repare. ¿Queréis algo de la gasolinera? –Solo agua, me respondió la señora, que la mía ya se ha acabado. Afirmé con la cabeza. Cogí mi nuevo sombrero y mi botellita de agua, le ofrecí a la anciana y el resto me siguió por el camino. Quedaba poca. Miré al final del bus. El muchacho de pelo negro azabache le explicó a su amigo de pelo naranja zanahoria lo que iba a hacer. Nos despedimos de Vaquero y Conductor. Este primero nos dio las gracias y mientras me ponía mi…, el sombrero de Trota, le sonreí.
Cuando llevábamos unos trescientos pasos miré hacia atrás. El autobús ya se veía lejos. A cada paso que dábamos hacía más y más calor. Traté de dar conversación, pero no lo conseguí. No podíamos romper el hielo porque no había hielo que romper; se había derretido. Mi compañero se había vuelto mudo o algo. Caminábamos a un paso bastante rápido. El roce de los pantalones marcaba el ritmo con un sonido de fricción. Saqué mi botella de agua y le di un pequeño trago. No le ofrecí, él llevaba una todavía más grande. Entonces se me ocurrió algo:
–Iban dos amigos andando un camino en dirección a un pueblo. Así, como tú y yo. Y a uno de ellos le dieron ganas de orinar –miré su cara. Me estaba escuchando–. Y a esto que cuando termina de hacerlo una serpiente salta y le muerde… ya sabes… ahí abajo –dije con cara de bobo y a mi amigo se le escapó una sonrisa a pesar del calor– ¡Por favor socorro!, ¡ayúdame! ¿Qué te ha pasado? Me ha picado una serpiente. ¿Dónde? Por donde se orina, corre, ve al pueblo corriendo y pregúntales qué hacer –este corrió y corrió y llego al pueblo. Se acercó al sabio y apresuradamente le dijo: a mi amigo le ha mordido una serpiente ¿qué debo hacer? –El sabio le dijo– debes extraer el veneno con la boca. Absorber y absorber. Ese es el truco –. La cosa se complicaba. El muchacho corrió con su amigo, y el herido de gravedad sudando le preguntó– ¡deprisa! ¿Qué hago, qué hago, qué te han dicho que haga? –Y va y le contesta­–: Qué te mueras.
Se rio tanto que le provocó tos. Y yo también me reí– Es bueno eh –El chiste pareció despertarle, como si fuera un muñeco al que le habían dado cuerda. El resto del camino lo pasamos charlando, de manera que no pensábamos en el calor.
El toca discos había dejado de sonar. Desde mi escritorio, lo miré con una mirada penetrante. Me levanté. El whisky ya hacía rato que había empezado a afectarme y notaba la cabeza un poco ida. Presioné el botón y se abrió la tapa. Saqué el disco grabado por mi hermano y cogí otro. Ponía: ‘Play me’ y lo play-it: ‘Hold On’ por Pete Seeger. La habitación estaba obscura. La única luz que iluminaba provenía de mi flexo y de la ventana: una farola de la calle que un día rompería, porque no me dejaba dormir, y me gustaba levantarme con la luz del sol. Bajé a la cocina, aún podía oír la música desde allí. Me hice un simple perrito caliente acompañado de un vaso de agua y una vez acabado me lavé los dientes, me serví una copa más y volví a mi tarea.
–Sí, pero que la cosa no acaba ahí –me contaba– me acerco a él, le digo que se vaya, que no quiero problemas y que no los iba a tener, que el único perjudicado iba a ser él. Y después de decirle eso al armario de tres puertas, después de haber montado la que había montado en el bar con las chicas, después de lo que  me había dicho y encima de lo que le había advertido; después de todo eso va y se me lanza encima –me reí y mucho– Claro, iba tan borracho que cayó de bruces contra el pilón. Y ahora imagínanos: a mí con esta altura y a mi novia tratando de sacar a aquel tipo de mi bar. Casi no podemos.
Miré a lo lejos. Ya parecía que se veía algo, pero no se distinguía una gasolinera. Podría ser cualquier cosa. Él miraba al suelo. No le dije nada. Seguimos hablando.
–Pues un par de paradas antes de que llegarais un pasajero me dijo una adivinanza ¿te gustan?
–Sí claro, a ver cuenta –. Se la conté. Realmente no me había parado a pensar la adivinanza. Había estado pensando otras cosas menos en esa, pero de verdad quería adivinarla. Esperaba que mi compañero no la adivinara antes que yo–. Pues el caso es que me suena haberla oído antes, pero no recuerdo la respuesta. No sé si la oí en un programa de la tela o algo así. No será un bastón de ciego ¿no?
–No creo, pero he de reconocer que podría valer. No, no puede ser eso.
–Pero no te dijo la respuesta. En caso de que la adivines ¿cómo sabrás que es eso que has pensado o que no es eso que has pensado?
–Porque me dijo que, cuando hallara la respuesta, sabría que es la respuesta correcta. –Me miró con una ceja levantada y me dijo: debe ser una gran adivinanza. Y yo pensé lo mismo.
Anduvimos el resto del camino en silencio. Creo que los dos tratábamos de averiguar la respuesta antes que el otro, pero llegamos a la gasolinera y ninguno dijo nada salvo ‘mira, un botijo’, y nos lanzamos a él. Bebí yo primero. Su botella aún estaba llena y la desechó, estaba ardiendo. La mía se había agotado. Entramos en la tienda de la gasolinera. Había un único dependiente, sentado, viendo una pequeña tele y con un diminuto ventilador en funcionamiento.
–Buenas tarde señor –dije–Veníamos en autobús, pero se nos ha pinchado una rueda a unos  tres kilómetros. ¿Sería tan amable de dejarnos su teléfono? –Ni si quiera nos miró. Me señaló con el dedo el teléfono y me acerqué a él–. Tú, mientras, ve cogiendo agua. Y algo de comer: patatas de bolsa o algo así. Ah y bolsas de hielo, el chichón me va a reventar. –No había caído en la cuenta. ¿A dónde tenía que llamar?– Señor si por aquí cerca se le pincha la rueda a uno, ¿a quién llama? –Podía ver el televisor desde mi posición. Estaban emitiendo Monstruos S.A. Sin apartar la vista del televisor me señaló, de nuevo, un cartel a la derecha del teléfono donde ponía: Llamadas de emergencia; e incluía el número de una grúa. Llamé, indiqué la posición, di mi nombre y colgué. Vendrían en media hora–. Ya he llamado –le dije a mi compañero– no vendrán hasta dentro de media hora. ¿Qué hacemos; esperamos aquí o vamos?, creo que lo mejor será quedarnos –cogí los cubitos de hielo envueltos en papel que se me ofrecían y me lo apliqué en el chichón. Sentí alivio.
– ¿Cuánto hemos tardado, media hora, cuarenta y cinco minutos?, bueno, pero mientras cambian la rueda y todo…y ya sabes cómo son estos tíos: Cuando dicen media hora la dislexia se les sube a la cabeza y es hora y media.
–Sí, también es verdad, pero en cuanto lleguemos lo mismo nos pasa la grúa. Y de todos modos el autobús una vez arreglado tiene que pasar por aquí. Me da cosa porque apenas tienen agua, pero lo veo una estupidez. Vamos a acabárnosla a mitad de camino.
–Ea, pues eso –dijo Moreno– nos quedamos aquí a esperar. Si tampoco...
Al cabo de treinta y cinco minutos una grúa pasó por delante de la gasolinera a repostar. Un hombre con un mono azul bajó de ella. Salimos a su encuentro.
–Hola señor, somos los que hemos llamado a la grúa. El autobús se encuentra a unos tres kilómetros en aquella dirección. Espero que sea usted el que ha venido a por ellos.
–Yo soy su hombre –dijo alargando el ‘yo’–. ¿Quieren subir? Uno debe ir en el remolque, pero no pasa nada, la poli nunca viene por aquí. O que venga uno solo de copiloto, como prefieran.
Lo echamos a suertes porque ninguno de los dos quería ir. La gasolinera no era fresquita, pero tampoco era el infierno que nos esperaba allá  a lo lejos. Perdí contra una piedra. Me metí lo quedaba de hielo en la boca y cogí otros tres cubitos.
Por el camino a penas sí abrí la boca para decir: ¿sí? O ¿de verdad? Debido a que el mecánico no dejaba de hablar de su mujer o cosas que le disgustaban tanto como su mujer. ‘Esa mujer es todo un callo malayo…’ ‘y un día llego a casa de estar con los amigos y me llama borracho…’ ‘A ese tipo sí que le cogía del pescuezo, el muy sin vergüenza…’, ‘Si con to´ los políticos pasa igual. Por mí que no vote nadie. Tantas elecciones, tantas elecciones’, ‘y mire si hace calor’; eso último lo pudo decir cincuenta veces en todo el viaje. Maldito moreno. Casi prefería ir caminando que en esa chatarra andante acompañado de ese médico de máquinas.
Llegamos junto al autobús. Los tres kilómetros más largos de toda mi vida. Repartí el agua entre los pocos pasajeros. Al llegar todos estaban en el autobús, fresquitos, con el aire acondicionado puesto. En mi asiento el aire no había funcionado, pero en otros asientos al parecer sí lo hacía.
El mecánico se puso manos a la obra. Se bajó la cremallera del mono hasta la cintura y sacó los brazos por las mangas dejando colgando la parte superior del mono. Cogió un maletón, del cual, extrajo llaves pequeñas, y una pistola enorme que hacía un ruido espantoso cuando la accionaba, para quitar las tuercas. No tardó mucho. Habló con el autobusero, le dio la factura y todo listo para continuar el viaje. Paramos en la gasolinera a recoger al afortunado de la mano de piedra y continuamos el viaje como si nada hubiera ocurrido. Solo unas horas de retraso, gafas rotas, sombrero aplastado y varios chichones.
Se había hecho muy tarde; más de lo que el viaje tenía planeado y tendríamos que comer en algún sitio. El conductor nos informó que, en vez de parar en La Raspa para comer,  pararíamos en La Quinta Espina, que no era tan bueno como el primero, pero que era también un asociado de la compañía de autobús y tendríamos los gastos pagados (pagados no, sino los incluidos en la compra del billete).
De todas maneras quedaba largo camino por recorrer y las horas se hacían eternas. Cada uno de nosotros mataba el tiempo como podía. Vaquero trataba de volverle a dar forma a su alucinante sombrero y se reflejaba en la ventanilla para ver cómo había quedado; lo repetía una y otra vez insatisfecho. Su preciosa hija, dibujaba en la ventanilla mariposas, corazones y cosas por el estilo y luego les vahaba para ver cómo había quedado y mostrárselo a su padre. La amable anciana miraba una y otra vez en su cesta de mimbre; algo le había desaparecido, pero no era importante. Sacó un paquetito de galletas ‘Yayitas’ y empezó a comer y a repartirlas. En la radio sonaba ‘You Keep It All In’ por el grupo Beautifull South; me encantaba ese grupo. Me transportaba a un precioso día de verano en el trayecto a la casa de campo de la familia. Moreno y Pelirrojo hablaban muy serios al fondo del autobús sobre algún asunto serio que no querían que se oyese. De vez en cuando sonreían y parecían pasarlo en grande.
No puedo saber lo que hacían todos en todo momento, solo lo que me alcanzaba la vista y no tapaban los asientos. Pero sí sé algo que teníamos en común todos en aquel momento: a nadie se le había olvidado abrocharse el cinturón de seguridad.
Saqué el móvil de mi bolsillo trasero para mirar la hora y lo guardé. Lo volví a sacar para volver a mirar la hora; la primera vez la vi, pero como si no hubiera llegado la información a la cabeza, me pasaba muy a menudo: las 14.37. Vi que tenía cobertura y algún mensaje. Mi hermano me había escrito respondiendo: ¡Que desastre! Tened cuidado, llámanos cuando estéis llegando. Vale, yo te aviso, pero no sé cuándo llegaremos, al final comemos en otro sitio. Top. Abrí otros grupos que no me interesaban y los cerré, todos salvo uno, el de la resi: tú te lo pierdes, los batidos buenísimos (carita sonriente). Otra vez será, pasadlo bien. Apagué la pantalla del móvil y lo guardé en el bolsillo. Siempre procuro apagarla o la próxima vez que lo mire puedo encontrarme unas quinientas fotos obscuras hechas con el trasero, no sé cómo lo hace, pero lo hace.
Habían pasado diez minutos desde la última vez que miré el móvil, solo diez, y me desabroché el cinturón para acercarme al conductor y preguntarle cuánto quedaba para llegar a mi destino. Me acerqué tambaleándome como si fuera bebido.
–Oiga, disculpe, ¿cuánto tiempo puede quedar para llegar?
–Unos quince minutos más o menos –me contestó mientras bostezaba.
–No, no me refiero para llegar a comer, sino para llegar a la última parada. Estoy cansado del viaje; se está haciendo largo.
–Sí, lo siento muchísimo –se disculpó de veras– nunca me había pasado. Llevo veintiún años conduciendo autobuses como este y jamás algo parecido. Siempre lo compruebo todo antes de salir –hablaba a la vez que me miraba solo un instante, con sus gafas fotocromáticas rotas y volvía a fijar la vista en la carretera–. Siempre me lo dicen los compañeros: ‘a ti no te ha pasado, pero te pasará’. Y al final me ha pasado. Al final de una larga vida conduciendo me ha pasado; creí que cumpliría el record o algo –dijo bromeando y sonriente.
–Es una verdadera lastimas. Pero tranquilo, de mí no saldrá una palabra.
–Es igual. De todas formas he de informar. La rueda de repuesto no está hecha para viajes tan largos, no es permanente, hay que cambiarla.
–Bueno… –dije sin tener nada más que decir (es lo que se suele decir) y se me ocurrió algo para cambiar de tema–. Yo tenía un tío que también era conductor. Era conductor de trenes. Una vez de pequeño me dejó ir con él, pero no lo recuerdo, era muy pequeño. Bueno…, tengo un vago recuerdo.
– ¿En serio? Yo siempre he querido ver una cabina por dentro. Siempre creí que los trenes no se conducían de ninguna manera. Que simplemente, un hombre aceleraba o frenaba, que no se dirigían. Pero un día un amigo me dijo que al parecer sí que los conducían de alguna manera, pero no me la explicó.
–Se lo diría, pero no lo sé. Yo era muy pequeño y no lo recuerdo. Recuerdo que giraba algo, pero nada más. Yo siempre quise saber para qué ponen piedras entre las vías. Nunca…
–Es para formar la base donde se colocan las vías. Hace que estas no se deformen y se muevan mucho, además, absorben las cargas del tren; bueno y también para drenar, como en las carreteras.
– ¿Sí? Siempre me dijeron que servía para evitar el levantamiento de polvo.
–No sé si también por el polvo, aunque ayude para eso. Se llama balasto, por cierto. Me lo contó mi hermano, es ingeniero de caminos, bueno, lo era. –Tras pensarlo un rato dije: pues tiene sentido en realidad.
Cogió una salida que nos llevó a una rotonda, y a continuación a un aparcamiento a rebosar de coches con un restaurante en el cual ponía: ‘La Quinta Espina’. Unos metros más apartados había una gasolinera, que al contrario de la que habíamos pasado, aquí los encargados se encargaban.
–Y ¿por qué los restaurantes de la compañía tienen nombres relacionados con el pescado?
–Llevo los años que te he dicho aquí sentado hijo, y jamás me he enterado –y se rio–, pero dicen que al dueño de los restaurantes se le fue un poco la pinza; dicen que hasta su perro se llama Raspi o Raspita o algo así. Tampoco lo he visto nunca. Puede que ni siquiera exista, pero mola y hace que la gente curiosa se acerque. Eso sí, la comida no es como en La Raspa, sin embargo eso no quiere decir que sea mala, todo lo contrario, es el mejor pescado que vas a probar en ningún sitio. Cuando estemos con la carta en las manos ciérrala; déjate llevar por las sugerencias –apagó el motor del automóvil–Yo siempre lo hago. ¡Pasajeros, hemos llegado! –al final se me olvidó que me dijera cuánto quedaba para llegar.
El lugar estaba a reventar. Había una única mesa libre debajo del televisor en mute, pero aún no me había fijado que estaban emitiendo los juegos paralímpicos. En la radio cantaba Townes Van Zandt, ‘Columbine’. El conductor habló con el camarero y le explicó la situación. El camarero le dijo que ya se lo habían informado, le indicó la mesa y luego él nos la indicó con un ademán (claro, la única mesa libre). Nos sentamos como una buena familia. Conductor y anciana  presidiendo la mesa inglesa, Cowboy (con su hija) a su izquierda y moreno (con su pelirrojo) a la derecha presidiendo la mesa francesa y yo a la derecha del padre.
Tuvimos una agradable y divertida comida. Comenzamos pidiendo entrantes, cinco cervezas y una Coca-Cola para la pequeña. Al principio me embobé con el televisor, jamás pude imaginar que en aquellos juegos los ciegos corrieran los doscientos metros. Iban guiados por un vidente y enganchados con este a la muñeca. En casi todas las competiciones que vi los españoles estaban arrasando. Quedaban en primera y segunda posición, pero no más bajo. El conductor hizo un comentario gracioso y todos rieron; me pilló distraído; me lo perdí y me dije que no me volvería a pasa.
Como me habían recomendado me dejé llevar, y finalmente, todos lo hicimos de modo que el camarero nos aconsejó poner centros e ir sirviéndonos para que todos probáramos de todo.
No sabíamos nuestros nombres ni de dónde éramos. No necesitábamos saberlo. Las conversaciones  fluían.  En aquel momento no éramos desconocidos. Supongo que cuando se pasa una situación parecida como la de aquel día en el autobús, en la que todo podía haber ido mal y acabó bien, ya no se considera a nadie desconocido. Hay algo que los une, algo que te permite comunicarte con ellos como si los conocieras de toda la vida. O al menos así lo vi yo. No, seguro que todos.
La conversación tocó muchos temas, ninguno que desagradara a nadie. Contamos chistes y anécdotas divertidas. Recuerdo hablar con Pelirrojo sobre deportes y de música con Moreno. Vaquero me contó que volvía de una entrevista en la que le habían aceptado y ahora volvía con su esposa. La anciana amable me regaló su más preciado recuerdo con su marido. Y el conductor me contó el secreto para hacerse rico: el agua.
Quedamos saciados. Lo que más me gustó fueron los espetos y las puntillitas; eran deliciosas. Y las patatas bravas llevaban una salsa mágica de muerte. La combinación fue exquisita. Ni la niña pudo decirle que no a la ensalada de calamares, aunque llevara verde. Y la langosta: sublime. Para concluir cada uno pidió un postre por separado. Yo pedí un sorbete de limón aliñaito. No pude no probar la tarta de queso y las natillas, caseras por supuesto. Esa caminata por el sol y el chichón habían valido la pena. Recostado en el respaldo busqué la mirada de aquel barrigudo conductor y le hice un signo de aprobación que le hizo reír. Me miró y dijo: esta barriga vale millones. Todos nos reímos.
Era hora de marcharse. Nos despedimos, nos subimos al bus y otra vez a la carretera. En la radio sonaba una canción de Willie Nelson, pero no recuerdo cuál era.
Dormí como un bebé, y por una parte, era bueno, se había acabado el viaje. Dormí tanto que no me enteré ni de las paradas y eso no me hizo gracia. De hecho, si la última no hubiera sido la mía, seguramente me la habría saltado. No me hizo gracia porque iba solo en el autobús; nadie por aquí, nadie por allá. No había podido despedirme de aquella gente, pero supongo que era lo mejor. Seguramente no nos volveríamos a ver, y todo había acabado bien. Me había despertado el estacionamiento en la pequeña parada de mi pueblo en ninguna parte. Se me había olvidado llamar a mi hermano y no había nadie esperándome. La noche había contagiado al día desde hacía horas y la luna se hallaba en el cielo como una gran hamaca. Allí dormiría yo esta noche, en aquella hamaca. Llamé a mi hermano y me despedí del autobusero; tardaría en llegar. Me puse mi sombrero y mi chaqueta de piel de cerdo; ahora hacía un frío espantoso. Saqué mi pequeña maleta de cuero rojo del maletero del autobús, me acerqué a un banco y me senté. Solo yo ocupaba aquella estación. Al otro lado, enfrente de la estación, había una casa humilde, que con las ventanas abiertas, podía apreciarse una agradabilísima luz. Vi a una hermosa joven de unos veinte años acercarse a la ventana. Llevaba un pijama blanco. Desapareció como si se hubiera caído por una madriguera, resurgió con un disco de vinilo en sus manos y desapareció una vez más por la derecha de la ventana. Tras unos segundos de espera la música fluyó; era Don McLean. Ella se asomó a la ventana y me vio. Alcé la mano para saludarla y respondió con una sonrisa. Desapareció por la izquierda de la ventana y se apagó la luz. Me tumbé escuchando la música y los sonidos del pueblo. Observé el cielo poco estrellado. ‘The Grave’ comenzaba diciendo aquella canción. Mi mente viajó por los recuerdos de mi infancia transportándome a aquel precioso día con mis padres, mis hermanos y yo.
FIN

Comentarios

Entradas populares de este blog

Una Apuesta Perdida

Con el Otoño

El Precio de la Soledad