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Honor

     La vida se me antojaba difícil y enmarañada. Difícil, en estas condiciones, era escribir un relato que me dirigiera en camino hacia el éxito. Ni si quiera esto lo iba a conservar. Eran simples pensamientos que en mi mente se iban amontonando y se iban asentando en mi máquina de escribir, en mi piso de la playa, donde ya, después de mucho tiempo, se había convertido en simplemente mi piso.
     Leía bloggs de gente desconocida; paseaba por calles desconocidas -por mí y por la gente, pero sobretodo por mí-; relataba historias desconocidas. Recuerdo una vez, no andaba lejos de los diez o trece años, unos muchachos, mayores que yo, con pintas peores que las mías, yo vestía cual señorito honrado de ciudad, pero sin ninguna absurda catetez, ni ninguna demasiada absurda elegancia para mi edad,  cuando mi hermano, que tendría no mas de siete años, metido en un lío -siempre metido en alguno, incluso demasiado joven para su edad- se peleaba contra tres chicos mayores que él. A la vista -a mi vista-, no pude sino meterme en el lío y ayudar a mi hermano que, concentrado al máximo en su desigualada pelea, me asestaba un puñetazo que me hacía ver las estrellas. Rápidamente reincorporado, asestaba yo puñetazos a diestro y siniestro, sin cometer el absurdo error de mi hermano, y haciendo retroceder a la pandilla de matones que pretendía llevarse su pelota. Tiempo atrás recuerdo este suceso y ahora puedo estar orgulloso de su acontecimiento. Codo con codo mi hermano y yo peleando.
     Ahora, en busca de una buena historia que contar en mi... Lo que sea. Había caído en el estúpido mal entendido de una estúpida y mal entendida pelea de bar. Podría decir que veía la luz del asunto, pero ni mucho menos. Aquellos armarios de tres o incluso cuatro puertas se me acercaban, y creedme, no estaba mi hermano para devolverme ningún favor -él, me enteré mas tarde (sí, sobreviví), se encontraba en ese momento engatusando a una chica de cualquier discoteca de cualquier ciudad; es decir, muy lejos de mi. Como iba diciendo, aquellos armarios se dirigían a mí. Detuve sus pasos con la voz más autoritaria que pude, ordenándoles que vinieran de uno en uno, que se acercaran de uno en uno si tenían lo que había que tener.  Por supuesto, corriendo el honor que corre en estos tiempos, ninguno accedió a mi propuesta. La paliza que encagé me costó tres costillas y un dolor horrible en brazo derecho y pierna izquierda, y la mandíbula, un dolor de mandíbula horrible. No alardearé del estado de mis contrincantes, pero sí recalcaré que ninguno quedó ileso.
     Hoy en día soy padre de familia y no tengo que explicar el mayor cuidado que he de tener. Les enseño a mis hijos la disciplina que viene de mis padres -porque la disciplina, sin ella, uno va de culo-, la educación y el significado del honor. Hace poco me encontré a mi hijo de trece años por la calle, el mayor. Me había pedido salir con sus amigos. Peleaba contra dos chavales, uno de su edad y el otro algo mayor que ambos. Los amigos de mi hijo -los otros dos no parecían ir acompañados de nadie- aguardaban en aparente cobardía sin mover ni un músculo. El muchacho de la misma edad, después del puñetazo recibido, había caído al suelo, y el de mayor edad asestaba otro a mi hijo. Me dirigí hacia allí rápidamente para detener la pelea, aguardando el puñetazo que mi hijo asestó, para que no se llevara el último golpe. Al llamarles la atención los desconocidos salieron escopeteados.  La tímida respuesta a mi pregunta de por qué ninguno había ayudado a mi hijo fue que él lo dijo. Así quiso que fuera, solo él. Observé la mirada de mi hijo y su labio sanguinoliento. Le di un orgulloso apretón en el brazo y me despedí ordenándoles que tuvieran cuidado.
     Nada como una buena borrachera después de un buen combate, salga uno victorioso en el combate o no. Pero lo que no olvidaré fue aquella pelea de la infancia y ver a mi hermano reflejado en mi hijo. Sé que mi hermano nunca la olvidó. Ahora no importa la gente con la que nos peleáramos; tampoco importa que nos lleváramos una paliza o no; lo que importa es que el valor demostrado en el fervor de la batalla se viera reconocido, no por la gente presente -y jamás alardeamos de ello- sino por la convicción propia ante la demostración de valor dependiendo de la situación. Nada más y nada menos. Sin alardes, sin cuitas, sin declamaciones, sin esperar recompensa a cambio. Únicamente honor. Esas son las palabras que mi padre nos enseñó y las que yo, ese mismo día esperando a mi hijo en casa, le enseñé. Sin que se me mal interprete, lo último a lo que hay que llegar es al enfrentamiento físico. Pero si es lo último y hay que llegar nos enfrentamos

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