El Hijo del Patrón
Era domingo y, como cada domingo, el
inevitable bajón de su mañana me rodeaba el cuerpo como un aurea de amargura.
Caminaba por la calle con la más limpia de mis camisas sucias. Debido a que el
dolor no abandonaba mi cabeza había desayunado una cerveza, que no me sentó
nada mal –porque la noche anterior había estado consumiendo mi cerebro con los
cigarrillos y el testamento en el que estaba trabajando, para dejarlo todo en
orden–, así que tomé otra de postre. Encendí el primer cigarrillo del día a la
vez que maldecía la lata que pateaba un muchacho solitario. Llegué al pequeño
puerto donde se encontraba el Tally-Ho, mi casa, para echarme a la mar, mi
país, como diría Joseph Conrad. Solté amarras para navegarlo a alta mar.
Saqué
del bolsillo mi pañuelo color berenjena y me lo até al cuello. El frío helaba
mis huesos. Abroché mi lobo y subí el cuello. La mar comenzaba a agitarse, y
unas nubes amenazadoras aparecían sobre el horizonte. Ya lo había oído en la
radio del barco. Y lo había oído también en la tele. Todo iba como quería. El
viento era favorable y yo sabía a donde iba…
***
Su
madre le despertó cuando el sol despuntaba. La noche anterior su hijo de siete
años se había acostado tarde porque ayer fue el Día de Todos los Santos, o como
le gustaba llamarlo al padre de Javi, Día de Muertos. Ni un músculo movió el
niño, que la noche del sábado había estado jugando con sus amigos a hacer
travesuras de niños: llamar a los porteros de las casas y cosas así. A Javi la
idea no le divertía mucho, pero ahí estaban sus amigos para realizar la
travesura y todos salir corriendo.
–Javi,
levanta –mamá tiró de la manta– Papa ya está con el café, y le prometiste
acompañarle hoy en el barco.
Y
además el niño había insistido, incluso jurado por Snoopi, que acompañaría hoy
a su padre. Javi se hacía el dormido, y con razón. Porque eres mi madre, pensó
Javi desperezándose, que si no estaría tirándote todos y cada uno de los
peluches que me acompañan.
–Si
eres gallo de noche… –dijo mamá.
–…Eres
gallo de día –de un bote salió de la cama.
–Te
he preparado México –oyó Javi, pero su madre no había dicho eso. Su madre
repitió las palabras porque el niño no reaccionaba–… té-rico, niño. A la
cocina. Caminando
–Ah
–rio.
Salieron
después de desayunar. Caminaron hasta el estanco porque el padre de Javi tenía
que comprar tabaco para la larga jornada que le esperaba. Llevaba un morral con
bocadillos para el almuerzo y la hora de la comida. Javi se quedó fuera
esperando a que su padre saliera. Vio una lata, la cual golpeó hasta tres
veces. Un hombre sucio, de pelo largo y canoso y barba, miró al niño y luego
a la lata maldiciéndola. No dijo nada
porque conocía al muchacho, aunque el muchacho a él no le conocía. Sabía que
era buen chico. Continuó su camino con el cigarrillo en la boca.
–Vamos
hijo –dijo su padre, y Javi corrió a su paso.
Ya en el barco, el padre de Javi capitaneaba
la embarcación mientras contestaba a las preguntas de su hijo y le explicaba el
funcionamiento de los mandos. Aparte del padre de Javi, había siete tripulantes.
Estos estaban distribuidos por el barco, cada uno encargándose de sus
funciones.
–Y
con el mal tiempo que hace, Patrón –dijo Javi a su padre que en el barco todos
le llamaban así–, ¿por qué tienes que salir a trabajar? Además, es domingo.
–Precisamente
por eso. Los domingos se pesca para toda la semana; cuanto peor es el tiempo,
más accidentes puede haber, y el trabajo de este viejo remolcador es rescatar a
los naufragios.
El
viento era cada vez más fuerte. La tormenta que avistaron había llegado. El
padre fumaba en su pipa y miraba a Javi queriendo hacerle una pregunta que
finalmente formuló.
–Ayer…
No fuisteis vosotros los que tirasteis aquellos petardos en la casa de la
señora Rodríguez, ¿verdad? –La señora Rodríguez había muerto la noche de los
Santos. La casualidad y un infarto se la habían llevado al otro barrio. Se
encontró en el portal de su casa los restos de un petardo. La deducción
lógica fue que había muerto de un infarto causado por estos. Nadie lo supo
nunca, pero ya había muerto antes de que el petardo estallara en su portal.
Ni
el niño ni ninguno de sus amigos habían hecho estallar petardo alguno aquella
noche. Pero Javi no pudo contestar a la pregunta de su padre. Un miembro de la
tripulación dio la voz de alarma. En la distancia, no muy lejos de sus coordenadas,
se divisaba un barco en apuros.
Sorteando
las olas consiguieron llegar hasta los restos de la pequeña embarcación. Ningún
alma pedía auxilio ni había indicios de que la hubiera. Javier y su padre,
junto al resto de la tripulación, observaban desde el lado de estribor. Era la
primera vez que el niño veía algo así. Pero no le impresionó demasiado.
Observaba con sus ojos de niño, los cuales vieron lo que ninguno de aquellos
adultos pudo ver.
–Allí,
Patrón. Es ese hombre.
Efectivamente
allí había alguien flotando, agarrado a un trozo de barco. Se pusieron manos a
la obra y rescataron con dificultad aquel cuerpo todavía con pulso, pero
helado.
La
marea continuaba agitada; no llovía. Trajeron mantas y envolvieron al hombre incosciente con ellas. El patrón lo observaba de pie a su lado, y toda la tripulación hacía
un corro para mirar; Javi entre ellos. El hombre despertó aturdido. Se quitó un
pañuelo empapado atado a su cuello y, mirando al niño, que era la única cara
conocida para él, se lo extendió. El niño lo miró reflexivo; el hombre bajó la
cabeza expirando.
–No,
pap… Patrón.
–No,
¿qué?, hijo.
–No
fuimos nosotros los del petardo.
–Ya
no importa, hijo. Te creo. Recemos.
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