Robarle el tiempo al Tiempo
Ana
Marina se subió al escenario para cantar uno de sus temas –que había compuesto
meses antes con la llegada del otoño, frente a la ventana de su cuarto–. Era la
primera vez y sin embargo los nervios no le acompañaban como creía que lo harían. Le robé el tiempo al Tiempo, cantaba
un verso de la canción, homónimo del nombre de esta. La Fender que posó sobre
su rodilla derecha, y sobre la cual caían sus rubicundos rizos, era de su
padre, por quien cantaba –y dedicaba– cada una de sus canciones. Comenzaba la
canción...
Es
la mar o es el sol, es la arena bajo tus pies;
es el viento que acaricia tus cabellos color miel;
son las gotas de agua salada que corren por tu piel.
es el viento que acaricia tus cabellos color miel;
son las gotas de agua salada que corren por tu piel.
Todo
iba bien. La noche era joven, como dicen. El humilde escenario –con escasos
adornos de Halloween– se encontraba en el sótano de un bar cordobés, apenas lleno
de gente; amigos de amigos del dueño que acudían cada jueves, pero aun así daba
la sensación de estar vacío. Y terminaba la desconsolada melodía...
Le
robé el tiempo al Tiempo y ahora habita en mi reloj.
Traté de darle vueltas y romper aquel error;
cuando te dije que no estaba preparada para ser dos;
cuando te dije que no estaba preparada para el amor.
Traté de darle vueltas y romper aquel error;
cuando te dije que no estaba preparada para ser dos;
cuando te dije que no estaba preparada para el amor.
Le
agradó que le aplaudiesen, que la vitoreasen y que la hubieran respetado hasta
el final de la canción sin hablar. Entre el público un chico joven se le acercó
muy simpático y le invitó a una copa. Hablaron del tiempo y de lo que hablan
dos universitarios –sobre lo que estudian: magisterio ella, ciencias sociales
él– cuando no se conocen, porque no hay
mucho más que les venga a la cabeza. Y después de unas risas por aquí y otras por allá;
–un descuido de ella y otro más–; un muy buenas letras escribes y de la melodía
ya ni hablar... él la ánimo a que subiera de nuevo al escenario. Esta vez la canción que interpretó
no era suya. Hecho de papel, cantó. Y
todo fueron aplausos y vítores, de nuevo. Para Ana María la noche estaba siendo
redonda, y no era a la única.
A
la mañana siguiente despertó fuera de aquella habitación donde escribía sus letras
a las que inyectaba melodías con la Fender de su padre; a las que al final
firmaba con su nombre y una dedicatoria para este. Despertó junto a otras
chicas, en la boca del lobo más oscura que jamás imaginó. La tierra se la había
tragado. Parecía estar –recordó– en aquella fría y húmeda cueva que de niña
visitaba en excursiones con el colegio, cuando todos apagaban la luz que
llevaba incorporada el casco y solo se oía la respiración relajada de los
veintitrés alumnos, la del guía y el profesor, y solo se veía negra nada. Por
supuesto había claras diferencias. Ni
el lugar –saturado de frío gélido, sin humedad–, ni el número de chicas que
había; ni su agitada respiración, ni la de las cuatro chicas que
desesperadas sollozaban –ya no gritaban pues su voz se había roto– y rezaban a
Dios por sus almas.
Cuando
Ana María, entumecidas sus extremidades –sentía un ligero hormigueo en brazos y
piernas–, recuperaba poco a poco la conciencia y a tientas, palpando el suelo
que rodeaba su entorno, quiso ponerse en pie, pero el bajo techo que las encerraba se
lo impidió; a penas sí podía permanecer en cuclillas.
Ellas
no lo veían. Alguna si acaso, la que llevaba más tiempo se lo imaginó. Estaban
encerradas en una jaula, cada una de ellas separada en pequeños cubículos de
menos de metro y medio de alto y metro de ancho, unidas con otras, pero
separadas con barrotes.
Un
fulminante recuerdo vino a la cabeza de Ana María y no le gustó. Apenas nada,
solo más oscuridad y conversaciones entre hombres. Todo muy borroso, como un
buen sueño que quieres recordar pero no puedes. Le robé el tiempo al Tiempo se reproducía una y mil veces en su
cabeza, que al contrario de antes, resultaba ahora angustiosa.
–
¿Dónde estamos?
Su
pregunta hizo callar a tres de las chicas. Una continuaba sollozando. Todas
sentían la presencia de Ana Marina, como una más, pero no la veían. Solo el olor
a limpio que desprendía aún, y el ligero e inocente sonido de su respiración
antes de despertar en su nueva realidad, antes de darse cuenta como ellas que
no estaban donde debían estar: en su casa, a salvo.
No
contestaban; ninguna quería oírlo en voz alta. Pero la que llevaba más tiempo
lo hizo tras la insistencia de Ana Marina. Muy bajito, su voz desgastada y
áspera con acento, dijo: México.
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