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El Lago Rabanales

No era mi hermano, pero pasábamos el día, juntos, como si lo fuéramos. Él,  un par de años más pequeño, era hijo de otra madre, y yo hijo del mismo padre; supongo que eso nos convertía en hermanastros; pero nunca nos hemos sentido así, sino como amigos que tienen un padre común y se ven de vez en cuando. Era una situación complicada la nuestra, una semana ambos nos íbamos con nuestro padre a su casa, y otra semana solo yo era quien se alejaba –a veces se quedaba a dormir en casa de mi madre–. ¿Debería sentir que me alejo de mi padre, o que me acerco a mi madre? O acaso debería sentir que me alejo siempre de los dos, incluso, cuando estoy cerca de uno. ¿Es mi hermano, sin embargo, de quien debería sentir yo este distanciamiento, o, al revés, un acercamiento? Supongo que no importa mucho si tienes doce años, un billete en una mano y en la otra la de tu hermanastro y vas a subir al tren. No nos íbamos lejos, y tampoco para no volver. Era un cercanías, siete minutos y, sin contratiempos, llegamos en un plis-plas.

El resto de personas que suben al tren nos doblan la edad, la mayoría. Van a la universidad, en Rabanales, Córdoba, pero nosotros no; allí hay un lago. No nos escapamos, nos vamos de casa cuando mi madre ha bebido mucho y se tumba en el sofá a dormir la mona; nuestro padre no lo sabe, lo de que nos vamos, lo de que mi madre bebe sí; creo que es el motivo por el que no están juntos; debe ser muy aburrido estar con una persona que duerme casi todo el día... todo el día. Nos hacemos bocadillos, cogemos unos zumos de la despensa, un bañador y, con todo en una mochila, por último, el tren.

En el lago se está muy a gusto cuando hace buen tiempo. Nos bañamos, sin ir muy al fondo si estamos solos. De vez en cuando hay gente de la que nos dobla la edad y miramos como juegan; sobre todo a las chicas que nos doblan la edad, si nos resultan guapas; al menos yo lo hago, mi hermanastro es más pequeño y aún no comprende de esas cosas; yo tampoco mucho, pero un poquito más que él entiendo que sí, porque soy mayor que él.

Una vez, unos chico de los que nos doblan la edad, nos prestaron unos flotadores, de esos con forma de animales, en algunas ocasiones y, en otras, tablas de corcho; pero lo más divertido fue cuando se trajeron la barca. Aquella barca con los remos que hicieron improvisados, con ramas y tela con su ropa. Mi hermano y yo éramos como dos piratas secuestrados –porque, imagino que, para los piratas, si los hombres de la reina los atrapan, significará secuestro– a los que lanzaban al mar para ser pasto de los tiburones, es decir, devorados. Los hombres de la reina nos lanzan al mar con tanta fuerza que al caer se nos salen los bañadores; una vez casi pierdo el mío, desde entonces siempre cojo un bañador que tenga la tira nueva, y lo ato bien fuerte.

En otra ocasión, estos chicos tan amables que nos doblan la edad nos trajeron unas gafas para bucear, ¡entonces ya no éramos piratas, si no, –como nos decían estos chicos– biólogos marinos! Y buscábamos toda suerte de peces y pulpos, cocodrilos e hipopótamos, cangrejos y... tiburones no, porque no hay tiburones en un lago, pero sí muchos peces pequeñitos. Aquel día, un pato casi se lleva a mi hermano creyendo que era uno de estos pececitos; le cayó en la cabeza, pero no le ocurrió nada grave. El pato luego le pidió perdón, porque nos enseñó cómo nadaba bajo el agua y pescaba más de estos pececitos. Le dijimos a mi madre que el chichón había ocurrido tal y como ocurrió, porque no está bien mentir, pero no nos creyó, seguía un poco borrachilla, imagino. Nuestro padre sí nos creyó..., en cierto modo. Creyó nuestra inocencia como dicen los chicos que nos doblan la edad, la cual ellos, según le oí decir a uno, ya han perdido.

Pero la vez mejor con diferencia, fue aquella en la que volvimos  a ser piratas y encontramos una botella y dentro un mapa, ¡un mapa que podría esconder un tesoro! Mi hermano y yo no nos lo podíamos creer. Corrimos a decírselo a los chicos que nos doblan la edad y ellos tampoco lo podían creer. Afortunadamente habían traído su barca y una pala, y pudimos seguir el mapa con todas sus pistas. Nos hicimos al lago, logramos bordearlo y llegar hasta la equis donde el mapa terminaba. Estábamos ansiosos, mi hermano y yo cavábamos con diligencia, ¡el corazón se nos salía del pecho! Entonces, levantando y dejando car por última vez nuestras palas, dimos con algo muy duro. Era un baúl, una cajita de metal sucia y mugrienta, con un pequeño candado; pero sin llave no podíamos abrirlo. Fue cuando uno de estos chicos cogió la pala, y como en las películas. ¡Igual, igual! Rompió de un solo golpe con la pala el candado. Nuestras manos se lanzaron aparatosamente para separar el hierro que unía la tapa con la carcasa, y la abrimos. Monedas, un cofre lleno de monedas de oro que relucían en nuestras manos gracias al sol que ya empezaba a quemar nuestros cuellos; monedas de chocolate. ¡Cómo para un mes!, pero es que en el fondo había monedas de verdad; diez euros de verdad, a repartir entre todos, ¡una maravilla! Al final no pudimos pagar a nuestros buenos hombres, no quisieron aceptarlo; fueron los mejores hombres que dos capitanes pirata pueden haber tenido nunca.

Volvimos a casa aquel día con nuestro botín escondido en la mochila. Al llegar no se lo dijimos a mamá. Si no lo ve, no hará preguntas; si no le hacen preguntas, uno no puede mentir.

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