El Precio de la Soledad
I
Su
paso era pesado, cansado y ebrio. Los pubs
ya estaban cerrados, las chicas ya se habían marchado y no había nadie conocido
en la calle; nadie salvo unas pocas almas varadas esperando heladas un taxi. No
quedaba ya sitio a dónde ir salvo a la cama, a dormir. Duvalier se sentó en la
fuente de la vacía Plaza de las Tendillas, viniendo de la calle Claudio
Marcelo. Sacó un pañuelo color berenjena con adornos blancos que le había
regalado su madre y, empapándolo, se limpió la cara ensangrentada. Ya lo lavaría
otro día; ahora tenía la cara hecha un eccehomo.
Permanecía sentado, encorvado, con
los codos apoyados en las rodillas; con una mano bajo la cazadora, en las
costillas, y mirándose la otra, en la cual, en los nudillos, tenía también
sangre. Se diferenciaba con la de la cara en que no era suya. Rebobinaba la
escena en su mente una y otra vez, pensando qué frase y qué no debería haber dicho; cuál movimiento
o cuál no debería haber ejecutado.
Concluyó con que a toro pasado… Se limpió la sangre de las manos, sumergió una
vez más el pañuelo y lo estrujó hasta que dejaron de caer gotas. Aunque el frío
helaba la cara le ardía. En estos momentos daría lo que fuera por una última
copa, pensó.
II
Era
jueves en Córdoba y los jueves por la noche en Córdoba significaba música,
chicas y alcohol. Demasiado alcohol, le dirían a Duvalier en un momento de la
noche. Mentira; para él nunca era suficiente. Duvalier, estudiante de veintiún
años, chaval perspicaz e inteligente (debía serlo para la carrera que cursaba:
Grado en Ingeniería Civil), de relativa poca paciencia y exaltado en sus
maneras, pero nunca perdiendo los papeles. Le gustaba la buena conversación,
discutir sin monólogos. No especialmente guapo, a veces atractivo, dependía
mucho de la mujer; con las cuales se defendía adecuadamente. Era todo lo
caballero que podía ser uno en este siglo XXI; –donde mujeres (no todas) se
niegan a aceptar que le cedan el paso al entrar por una puerta, por ejemplo–.
Su pelo fino era castaño, no muy abundante, sin presentar síntomas de calvicie,
por el momento. Sus ojos eran color miel. Le gustaba ir afeitado, aunque solía
dejarse crecer bigote y, con el tiempo, barba –como iba en el tiempo de esta
historia–, cansándose prontamente de ella y acudiendo a cualquier peluquería
que afeitara a navaja, por supuesto.
Duvalier solía –por no decir que
siempre lo hacía– salir solo. Digamos que, como dice la canción, prefería la compañía de perfectos extraños a
la de amigos porque los extraños son más fáciles de olvidar.
A
menudo frecuentaba tabernas que le parecían antiguas y viejas. Caminaba hasta
encontrar los tugurios apropiados, en busca de algo líquido para ahogar sus
pensamientos pesimistas; para eliminar el escalofrío que llevaba en los huesos.
Y, muy de vez en cuando, intentaba conversar con alguna chica
Hacía media hora que, desde la
puerta de su habitación en Ronda de los Tejares, uno de sus compañeros de piso
preguntó por él y había rechazado el ofrecimiento que, ya sabía Duvalier, había
sido por pura cortesía y no por querer pasar el rato con él. Porque ya había
tenido con ellos sus más y sus menos. El ingeniero vestía unos tejanos, y
zapatillas color beige con cordones de cuero claro muy parecidas a las Vans.
Hacía frío, así que, sobre una camisa sin remeter de cuadros verde y rojo
oscuro, se abrigó con una cazadora vaquera Levi Strauss forrada de borrego. Su
reloj Calypso marcaba las veintitrés horas y cinco minutos, y, antes de salir,
se llevó aquel pañuelo color berenjena al bolsillo trasero izquierdo. Comprobó
que en el interior de la cazadora llevaba el LG junto con la cartera, y las
llaves en el bolsillo derecho.
La
calle Cruz Conde le llevó cruzar Tendillas continuando su camino de espaldas a
la ecuestre escultura de cuerpo de bronce y cabeza de mármol hasta llegar al
Jazz Café, donde hoy había sesiones de blues
y jazz.
De
camino se encontró con gente a la que conocía, pero bien sabía, harto de
saludarles sin recibir respuesta, que no debía hacerlo más. Algunos se le
quedaban mirando hasta apartar la mirada. Otros evitaban su mirada seria y
penetrante, fría y distante, de pocos amigos. Había una cosa de Duvalier que
pocos sabían y debían conocer. Que de buenas, y sobre todo siendo amigo suyo,
iba contigo hasta el fin del mundo, pero tenerlo como enemigo acarreaba
resultados que ni él mismo podía predecir.
Se
detiene a mirar dentro, aparta a los clientes fumadores, entra en el pub y se apoya en la barra como si este
fuera suyo. Los habituales ya están en el escenario. Entre los músicos se
encuentra aquella chica de voz potente, una voz a la que le sacaba poco partido,
por timidez; cantaba Blue Moon al estilo de Billie Holiday.
Duvalier, tras el barman, se veía reflejado en
un espejo que adornaba la barra. Permanece ahí plantado con la cerveza un buen
rato hasta que se la termina. Arreglando el mundo, diría su abuela. Pensando en
la nada. Concretamente, lo que alguien le dijo una vez, o puede que lo leyera
en algún sitio. Si algo malo pasa, bebes para intentar olvidar; si lo que pasa
es algo bueno, bebes para celebrarlo; y si nada pasa, bebes para hacer que algo
pase. Concluyó que, en la gran mayoría de las veces, se encontraba en esa
tercera opción.
III
Llegó a su piso tan sano como salió
del pub y, después de una ducha y
comer macarrones de hacía tres días de una fiambrera, se acostó… Puede que en
cualquier otro universo, pero no en este. Despertó en el helado suelo frente a
la fuente de Tendillas. Miró su reloj que marcaba… No tenía reloj. Y eso no le
gustaba. Saltando de flash en flash
pensó que podría recordar dónde lo había perdido. Por cada recuerdo un destello
que le impedía ver más allá, como en un sueño. Un puñetazo a su cara, destello;
una chica entregándole una tarjeta, destello; una patada en el mentón de
alguien, esta vez de su propia cosecha, destello; luces de policía, destello.
Como la borrachera que llevaba sobre sus hombros no le permitía pensar con
claridad, no sé le ocurrió mirarla en el móvil –tampoco es que fuera necesario.
Simple curiosidad–; o quizá no quería llevarse la misma decepción que con el
reloj. Levantó su intoxicado cuerpo del suelo y caminó de vuelta a casa.
IV
Su
cuerpo no le permitía emborracharse a cerveza, así que pidió algo más fuerte: whisky
solo, sin hielo.
El
aforo del pub estaba a punto de
completarse. Había pocas caras conocidas y, el resto, extraños. Una mesa,
ocupada por una pareja, quedó libre. Dejó caer su ligero cuerpo sobre la silla
de madera. Desde esa perspectiva tenía todo el escenario a la vista. Su mesa
estaba entre la mesa pegada a la pared, ocupada por dos preciosidades, y la
barra; en frente dos chicos de su misma edad o mayores, que bebían cerveza en
vasos de tubo. En la misma mesa había una silla vacía y una cerveza sin
acompañante.
V
Llegaron
al pub cuando abrió. Entonces no
había nadie y la música que sonaba no era en directo. Saludaron al barman como
a un amigo de toda la vida. El guitarrista, Soumi –un absurdo nombre artístico,
por el cual nadie lo llamaba–, le preguntó dónde podía dejar su instrumento y
este le contestó que donde siempre. Así, cruzó la barra mientras el batería y
el bajo ocupaban los instrumentos pertinentes a su estudio, pasando por el arco
de una puerta que daba a una pequeña habitación dónde dejó reposando su instrumento.
Pidió
una cerveza que le resultaba gratis por el hecho de tocar en el Jazz Café y se
subió al escenario para afinar.
Una
vez que un tercio de la gente que asistiría aquella noche se acomodó en el pub el barman apagó la música y dio pie
a los músicos. Comenzó a sonar una cutre versión de Ain´t Got No, I Got Life de
Nina Simone. Después de unas cuantas canciones que hicieron que el murmullo de
los clientes se escuchara por encima de la banda no volvieron a tocar en toda
la noche. Y no por eso, sino por otro asunto: aquella noche fue la última noche
para aquella ridícula banda de buena intención, pero de mala reputación
acumulada que se hacía llamar los Sombreros de Nueva Orleans; el nombre no hace
al hombre, dicen; en este caso a la banda.
VI
Carlota
caminaba recién apeada del autobús número cinco, en Ronda de los Tejares,
dirección: aquel pub del que llevamos
hablando toda la noche. Siempre se había preguntado por qué detrás de aquella
parada había el mismo ramo de flores adornando la calle. La respuesta era que un
chico había muerto una noche, apuñalado, y su madre, cada día, las dejaba
marchitando en su memoria.
El
día había dado paso a la noche hacía rato. Estaba deseosa de subirse al
escenario a cantar. Aquel chico que se la cruzara quedaría cegado por su
belleza blanca. Más de uno no pudo resistirse a entrarle aquella noche, pero
ella los despachaba educada y sonriente, casi angelical, sin embargo, con un
toque de diablesa que no hacía, las más de las veces, sino que sus admiradores
menos educados no la dejaran en paz.
Sin
detenerse a mirar dentro tampoco no necesita apartar a la multitud que fuma
fuera del pub, porque se van
apartando a su paso. Algunos porque la conocen y saben que a menudo se deja
caer por el escenario. Otros porque su belleza los hace comportarse con la
educación de la que carecen. Saluda al chico que salía a fumar y ahora le
sostiene la puerta. Otras noches ha visto que el barman le servía cerveza gratis
a este chico, pero nunca le ha visto actuar. Dentro, una belleza negra canta
Summertime acompañada, aparte de por los instrumentos a los que acostumbra uno
a escuchar allí, por un trompetista.
Una
vez dentro tampoco hace falta que se haga paso entre la multitud, porque
aprovecha el andar ebrio y lerdo de un chico que camina haciéndose paso a
empujones hasta el servicio, que está al lado de la entrada del acceso a la
larga barra de madera y mármol. Saluda a
una chica con el pelo moreno que le cuelga por los hombros del vestido gris e
intercambia unas palabras con el barman
–Hola,
Carlota –la saluda él tratando no ponerse nervioso. Su novia viene cada noche a
verle, vestida con el mismo vestido gris, y ahí se queda, en el acceso a la
barra, bebiendo los días que la invita; hoy no es uno de esos días–. Esta noche
tienes de sobra para lucirte –dice eso porque habla sin saber, pues ella canta
por el gusto de cantar, para dignificar ese arte.
–Ya
lo veo, chico. ¿Cuántas canciones lleva Lola?
–Un
par, pero no te cortes. Sube. Sabes que a ella le encanta cantar contigo.
–Antes
ponme un Vermut.
Un
qué, le pregunta él bromeando, porque le gusta más que le digan un Martini.
Pero ella ya no lo oye. Ha desaparecido entre la multitud y de nuevo
reaparecido en el escenario ayudada por el trompetista. Cuando el barman
regresa para ocuparse nuevamente de su novia lo interrumpe…
VII
…Duvalier,
que sale del servicio y le pide al barman que le llene. Queda curiosamente
sorprendido por la voz de aquella chica, para la cual no se gira para mirarla
hasta que el barman le ha servido la copa. Recostado en la barra mira al
escenario. Aquella chica blanca se ha unido a la chica negra y los clientes
animan más eufóricamente que antes. La chica luce un vestido color beige con estampados
de pájaros negros, un poco por encima de las rodillas, con sandalias de esparto
–que Duvalier no puede ver– las cuales le hacen parecer aún más esbeltas. Es
rubia. Sus piernas, son fuertes en los gemelos, pero sin hacer feo, bonitas.
Cuando se inclina hacia atrás para hacer un alto los tersos muslos asoman unos
centímetros más.
El
ingeniero vuelve a su mesa y, diez segundos después, la silla delante de él,
que estaba vacía, se ocupa. El chico viene de fumar tabaco marca Fortuna
mezclado con alguna droga como hachís; lo sabía por el olor, es lo mismo que
fuma uno de sus compañeros de piso. Uno de sus amigos le llama Lu, y, el tal Lu,
resulta ser de lo más exagerado en sus maneras. Realizando gestos inapropiados
con las manos, como si estuviera en una obra de teatro, fuera mal actor y le
hubiera dicho el director que utilizara sus manos a la hora de hablar. Contara
lo que contara, lo único que Duvalier podía oír era una palabrota tras otra;
era el único motivo por el que le había llamado la atención y distraído de la
alucinante chica de voz desmesurada.
El whisky y la noche corrían como la
pólvora encendida.
VIII
–Vaya, vaya. ¿Quién es esa nena de
tetas grandes? –dijo Lu señalando a la chica con la mano derecha y marcando una
semiesfera invisible sobre su pecho.
–Lu, si te refieres a la cantante
–dijo el batería, que bien podía medir un metro noventa y aplastar cráneos con
una sola mano–, Pablo ya se la ha pedido.
–Ya veo –hizo un gesto irónico de
reflexión a la vez que se llevaba el dedo índice al mentón–... Pues, oye, yo no
estaba; Pablo, el primero que se la ligue gana.
–No, Lu. Esto es más bien un Quien
la Encuentra se la Queda –respondió Pablo. Este medía un metro setenta, bajo
para sus dos colegas. Pablo ya iba hartándose de Lu, que creía ser el que
llevaba la batuta en la banda.
–Yo diría que es más un la Posesión
es de Quien la utiliza –le respondió Lu. Pablo hizo un gesto de discordia y se
llevó su tubo largo y caliente de cerveza a los labios, gesto que Lu no vio,
–Llevemos la fiesta en paz, Lu
–relajó el batería.
–Yo estoy en paz, capullo –subió el dedo
índice mirando al cielo, como un padre que le da un serio consejo a su hijo–. A
que sí Pablo. Díselo –Pablo no dijo nada. Callaron y miraron el espectáculo.
Más tarde, Pablo y el batería, cambiarían de tema.
Cuando la canción se acabó la gente
aplaudía. La chica blanca bajó del escenario y le dio un largo sorbo a su
vermut. La otra chica se quedó en el escenario dubitativa, pero como todos se
giraban al paso de la rubia para aplaudir… Decididamente bajó.
El
barman salió de la barra para recoger botellines y copas vacías. Cuando llegó a
la barra de Lu y sus seguidores:
–Camarero, ¿cómo se llama la chica
rubia que acaba de cantar? –dijo Lu, al que se le había subido la borrachera un
tanto más.
–Se llama Carlota, Lu. Pero si
–detrás de ellos un cliente llamaba la atención del barman pidiéndole otra
copa–… En seguida amigo. Pero no la molestéis, ¿vale? –su tono no fue de
amenaza.
– ¿Por quién me tomas petimetre?
Solo quería invitarla a una copa –Lu casi se había levantado, pero el batería
le había agarrado el brazo.
–No hace falta. A todo el que suba
al escenario se le invita, como bien sabes.
–Sí, pero a nosotros nos ponéis la
cerveza en este estúpido vaso de tubo –dijo Lu, pero el barman estaba ahora
ocupado en otra mesa.
El barman se acercó a la mesa de
atrás y luego de nuevo a la barra. Lu miraba al chico con el que acababa de
hablar el barman, que iba a por su copa de whisky. No le vio pagar, y supuso lo
que no era. Lu se dio la vuelta e intercambió unas palabras con su vecino de
mesa.
–Oye, ¿cuánto te clavan por esa
copa? –El del vaso de whisky miró su copa sin prisas. Sin contestar. Luego miró
la de Lu: un tubo de cerveza que parecía caliente.
–Pensando en calidad precio, menos
que ese tubo de cerveza, seguro –por calidad dijo claridad, pero se le había
entendido.
–Ya, bueno. A mí me sale gratis,
¿sabes? Toco aquí.
–Mira que he venido veces, pero
nunca os he visto. Tocáis los primeros, ¿verdad? Es normal. Sin ánimo de
ofender, a menudo se emite primero un programa porque es malo, así la audiencia
se lo traga, y a continuación emiten el que la gente ha esperado para ver. No
quiero problemas, y tú tampoco. Así que siéntate.
–A mí nadie me ordena nada. ¿Oyes?
–Lu se había puesto de pie alzando la voz. Pablo y el batería jugaban, haciendo
oídos sordos a su colega.
–Muy bien. Pues haz el favor de
sentarte para que pueda ver a esa chica cantar.
–Eso está mejor –se convenció Lu.
–Puto imbécil –rio.
Esta vez Lu se lo tomó a broma.
Razonó, se sentó y prosiguió con la conversación.
–Está bien. ¿Cómo te llamas y de
dónde eres? –preguntó el guitarrista, sin embargo, más bien parecía que le
ordenaba que se lo dijera
–Me llamo Duvalier, y soy de
Linares.
Duvalier no sabía por qué Lu se
reía. Pensó que sería cerca de allí. Y acertó. Pero todo eso no le importaba.
En lo que realmente pensaba, entre copa y copa, era en algo no demasiado
estúpido que decir cuando se acercara a Carlota.
–No me lo puedo creer. Yo soy de Andújar.
–lo dijo como si, por el hecho de ser de sitios que ambos conocían y estaban
cercanos entre sí, debieran ser amigos. Pero Duvalier lo más que hace es
levantarse porque la música ha terminado, intercambia unas palabras con Carlota
(por las que ella ríe) y vuelve a su mesa junto con ella. Allí le esperaba Lu
con mirada asesina, pero de rabia contenida. Ni que decir tiene que Duvalier
pasa olímpicamente del guitarrista.
IX
Carlota había bajado del escenario
hacía ya rato. Hablaba con Duvalier, no solo porque le parecía guapo, también
por su gracia natural que le hacía reír. Él, después de llamar su atención, le
había dicho, señorita, mientras espera para volver a subir al escenario, le han
reservado una mesa al fondo. Si me permite llevarla hasta su asiento… Ella, por
supuesto, no se fiaba. Estaban en el Jazz Café, aquí no había ese tipo de
servicio. Le había preguntado que si trabajaba con Jose –el camarero–; y él,
ofreciéndole su brazo, mintiéndole, afirmó con la cabeza y la mejor de sus sonrisas,
«para él».
–«No
sabes quién es Jose ¿verdad? –dijo ella riendo mientras se acercaban a la mesa
cogidos por el brazo».
Él la miró con cara simplona.
–«Ahora ya me hago una idea».
La conversación comenzó con la
típica presentación entre dos estudiantes que no se conocen. ¿Cómo te llamas?
¿De dónde eres? ¿Qué estudias? Bromas; miradas fugaces al principio que se
vuelven más intensas si todo va bien al final. Por ahora todo iba bien. Ahora
la conversación se había bifurcado. Todas las conversaciones son como un río.
Hay un tema principal por el que discurren y este puede desviarse por sus
afluentes, pero el agua suele regresar a su cauce original. Por lo general el
agua desemboca en el mar. También hay ocasiones en las que el agua, a mitad de
camino, se encuentra con algún obstáculo y permanece estancada. Más tarde,
puede que, en otro momento, quizás otro día, esa agua pueda desestancarse.
Depende del obstáculo.
–Perdonad –reapareció el obstáculo–,
perdonad que os interrumpa. En serio, tío, dime cuánto te clavan por esas copas
–los amigos de Lu llevaban marginándolo toda la noche, sin prestarle atención.
El escenario, a lo largo de la
conversación entre Carlota y Duvalier, había ido reduciéndose hasta quedar
vacío. La música que sonaba ahora no dejaba de ser buena, pero no era en
directo.
Duvalier tenía el cuerpo ladeado
hacia la izquierda, con el codo del brazo derecho apoyado en la mesa y los
dedos de la mano estirados sujetando el vaso por el borde. La otra mano se
había ido acercando a la rodilla de Carlota, y ahora reposaba relajada. Carlota
le había estado escuchando atentamente, sin cortarse a contestar, con el codo
izquierdo apoyado sobre la mesa y su mentón apoyado sobre su relajado puño.
Justo ahora, después de haberse llevado el vaso a los labios y apurado el
vermut, había empezado a acercar su mano derecha a la del ingeniero.
Ambos
se volvieron a mirar aquellas palabras que habían interrumpido su
ensimismamiento. Carlota fue la que contestó.
–Yo
te conozco, ¿no es así?
–Bueno.
Nunca hemos hablado, pero vengo por aquí a tocar muy a menudo.
–Ah…
No lo sabía. ¿Soléis tocar al principio? Yo, cuando llegué empecé así. Para ir
preparando al público para lo que venga detrás –aquellas palabras no
acompañaban maldad alguna, pero surtieron en él el mismo efecto de las de
Duvalier, horas antes.
Lu
se puso nueva y bruscamente en pie haciendo que la silla chirriara, mirando
fijamente a Duvalier. Sus colegas habían dejado de reír y jugar al calienta
manos. Ahora miraban a su amigo y a la mesa de enfrente. Hacía rato que se
habían alejado y casi ocupaban la mesa de al lado también.
–Amigo
–dijo Duvalier tranquilo–, es la segunda vez que te levantas por algún
comentario que digo yo o dice alguien delante de mí. Espero que esta vez sea
para echar una meada y no para alzarme la voz. Ella no ha dicho nada para que
reacciones así.
–Si
algo de lo que te he dicho te ha ofendido, te pido discu…
–Cállate,
zorra –la interrumpió.
Esas
palabras no gustaron nada a Duvalier. Apuró su copa y se puso de pie sin armar
tanto la marimorena como Lu.
–Escucha,
chaval –dijo sin necesidad de alzar la voz, apuntándole con el dedo índice–.
Ten cuidado con a quién llamas tú zorra. O me obligarás a enseñarte los modales
que no te ha enseñado el prostíbulo
–Tienes
razón –Sonrió socarronamente Lu–, pero has de comprenderlo. Tu madre no tenía
tiempo para enseñarnos a todos.
–No,
no. Te confundes. Aquí, madre prostituta, solo hay una: la que te parió. Puede
que ese ridículo meado caliente, que llevas apurando toda la noche, en un vaso
de tubo, te esté confundiendo las neuronas.
El
camarero había estado atento a lo que estaba ocurriendo porque, primero, no le
había quitado la vista de encima a Carlota desde que su novia se había largado,
y, segundo, porque eran los últimos clientes que quedaban y no sabía cómo
decirles que ya tenía que cerrar.
–Carlota,
¿hay algún problema?
–No,
nada. Gracias Jose –dijo sonriente.
–Es
buena idea, Carlota. Ve con él. Lo he pensado mejor y vamos a partirnos la cara
este imbécil y yo –dijo Duvalier sin apartar la mirada de Lu.
–Es
lo más inteligente que he oído en toda la noche –dijo alzando la voz el recién
bautizado imbécil, evitando la mirada fría del hombre que tenía delante.
Carlota
dijo que no valía la pena. Trató vagamente de calmar la situación. Pero sin
resultados. Más que palabras se habían dicho esa noche. Y ni Duvalier ni Lu se
echarían ahora atrás.
Duvalier
comenzó a remangarse la camisa. Se quitó el reloj y sacó las llaves del bolsillos
del pantalón, para no llevar ningún objeto que pudiera clavarse si caía. Lu
imitó los movimientos de su contrincante como si fuera la primera vez que se
fuera a pelar, y seguramente fuera así. Duvalier salió primero.
Carlota
observaba la situación al lado de Jose y la barra. Dentro estaba todavía la
banda de tres componentes. La historia iba sobre Duvalier y Lu. El tío alto y
el otro no pintaban nada.
Por
culpa de Jose, que le preguntaba de qué iba esto, no pudo oír Carlota a Lu
pedirle al tío alto ayuda en caso de que la situación saliera desfavorable para
él. Los dos salieron por la puerta seguidos por Carlota.
X
A
fuera, el frío de la madrugada se había impuesto.
La
calle Rodríguez Martín, que baja hasta la corredera, es muy inclinada; Duvalier
intentaría utilizar ese factor a su favor. Los esperaba con los brazos remangados
y con la camisa por fuera. Llevaba un rato pegando puñetazos al aire para
calentar. Vio que si el grandullón y Lu habían salido juntos, algo tramaban. No
sería una pelea justa, y les advirtió. Aún no habían bajado el escalón de la
calle.
–Tu
amigo no tiene nada que ver con esto. Que se haga a un lado.
Los
dos sonrieron con una mueca socarrona.
–Te
lo advierto grandullón. Saldrás mal parado si ayudas a tu amigo –faroleó
Duvalier–. Tú no pintas nada. Haz como tu otro amigo y quédate dentro.
–Tranquilo
–dijo–. No voy a inmiscuirme. Tienes mi palabra. Esto es cosa de hombres.
Tu
palabra más bien me vale una mierda, pensó Duvalier, pero no lo dijo porque
podría ser cierto... Seguía siendo muy iluso, pensó.
Uno
debe enfrentarse siempre a quien sabe más poderoso, había leído del libro de
Alberto Vázquez-Figueroa –Tuareg–, porque si
la victoria le sonríe, su esfuerzo se verá mil veces compensado y podrá seguir
su camino orgulloso de sí mismo. Pensando en aquellas palabras sonrió
enardecido.
XI
Su
paso era pesado, cansado y ebrio…
XII
El frío le molestaba cada vez más en
la cara hinchada. Una pareja pasó de largo sin dejar de mirarlo a causa de sus
heridas. Efectivamente parejita, me han apaleado la cara, pensó. Sin detenerse
miró brevemente su reflejo del escaparate, donde maniquíes vestían elegantes.
No es para tanto, pensó, peores veces he amanecido.
Le
salieron al paso dos individuos como una cuba, cantando himnos con letras
modificadas, a su parecer, jocosas. Aceleró el paso, porque estaba casi seguro
de que eran sus compañeros de piso, y no le apetecía tener que aguantar el
corto trayecto que le quedaba hasta casa fingiendo ser amable. Bastante había
tenido que soportar por esa noche. Se le pasó por la cabeza caminar hasta el 24
horas que había cerca, pero lo borró de su mente cuando se encontró de nuevo
con su reflejo. No quería llamar la atención. Fue directo a casa.
XIII
Al día siguiente se levantó desnudo,
empapado por el hielo derretido que anoche había colocado dentro de su pañuelo
y este sobre su cara.
Se incorporó y se quedó sentado en
la cama. Tenía la sensación de haber olvidado algo importante que debiera
recordar, y así era. Miró la mesita de noche y vio que su reloj de pulsera
Calypso estaba allí. En milésimas de segundo le vino a la mente que estuvo en
el Jazz Café. Pero era como recordar que ayer había comido sin poder acordarse
de qué. Se levantó, y un flash de
memoria le agredió: había estado con una chica; Se puso unos calzoncillos, un
nuevo y esclarecedor destello: había discutido con alguien. Comenzó a lavarse
los dientes y… ¿Pagué la cuenta?, se preguntó. Sí. Y entonces todo le vino a la
mente. Una cadena de sucesos.
XIV
Se
pusieron uno en frente del otro con los puños preparados. Duvalier tenía
ligerísimos conceptos de boxeo, sin embargo, poseía una larga brazada. Lu, bien
podría ser cinturón cualquiera de algún dichoso arte marcial oriental, pero
siempre había sido muy torpe. Giraban describiendo círculos en el suelo. El
ingeniero se fue acercando poco a poco. Cuando estuvo bien cerca asestó un
puñetazo que se estrelló contra el brazo del guitarrista, y, este último,
cogiéndole por la muñeca, lo desequilibró contra el suelo. En esa posición, sin
dejar que su oponente se levantara, se agachó para asestar un puñetazo que hizo
diana en el ojo derecho de su contrario, otro en la nariz y un último que pasó
rozando el pómulo derecho debido a que, Duvalier, le había dado una patada
detrás de las piernas que le hizo caer de rodillas, seguida de otra con la
planta del pie en la cara. El ingeniero se levantó rápidamente y asestó una
patada en la boca. A la segunda patada falló. Aquella mole que hacía unos segundos
–porque el fragor de la batalla, con la tensión acumulada, hacía eterno al
tiempo– había dicho «Tranquilo. No voy a inmiscuirme. Tienes mi palabra. Esto
es cosa de hombres» lo tenía cogido por los brazos.
Lu
se levantó como pudo y comenzó a darle puñetazos en la cara. Duvalier le puso
las dos piernas en el pecho y se impulsó con todas sus fuerzas escupiendo
sangre en un resoplo de fuerza; levantando la cabeza lo más que pudo para darle
un cabezazo en la boca, o donde fuera, a la maldita mole embustera. Y así fue.
El guitarrista salió disparado, directo a desnucarse, perdiendo el equilibrio
gracias a la pronunciada pendiente. La mole soltó al ingeniero para llevarse
las manos a su boca sangrante. Acto seguido le pegó una patada con todas sus
fuerzas en la entrepierna, cuando se encogió, ahora a una altura apropiada para
cargar con fuerza el puño, asestó un puñetazo al estómago, otro al hígado y un
último al mentón; este último lo dio con tanta fuerza que se cayó al suelo. Se
levantó rápidamente por si Lu le venía por detrás, pero no era así. El muy
desgraciado se había dado tan fuerte en la nuca que de ahí no pasó. No
envidiaba el dolor de cabeza que tendría por la mañana. Era Duvalier el único
que había quedado en pie.
Miró
al barman y a Carlota que habían observado la pelea desde el umbral de la
entrada. Ninguno daba crédito a lo que veían.
Duvalier
entró en el pub, cruzó la barra y se
sirvió otra copa de whisky que apuró de
un trago. La cara me arde, pensó. Pagó la cuenta, se metió su reloj en el
bolsillo del pantalón y se puso su cazadora forrada de borrego mientras salía
de nuevo. Ni siquiera vio, al entrar, al otro componente de la banda, al tal
Pablo. Pero sí que estaba allí.
El
barman estaba llamando a la poli –era lo común en estos casos–. La mole y Lu
aún no se habían levantado, aunque este último daba señales de vida, por lo
menos.
–Nena,
¿te acompaño a casa? –el ojo derecho había empezado a hinchársele.
–Yo
la acompañaré –dijo el barman–, no te preocupes. Y acabo de llamar a la
policía. Será mejor que te largues de aquí. Pilla un taxi, amigo. Has bebido
demasiado.
Hizo
oídos sordos a lo del taxi, pero se largó de allí en seguida. Cuando comenzó a
andar calle arriba, pensando en lo que acaba de ocurrir, ella lo paró.
–Toma
–dijo extendiéndole una tarjeta en la cual había escritos dos números de
teléfono, uno a máquina y otro a mano, y un nombre absurdo–. Es mi nombre
artístico –dijo ella sonriendo. Un número es el personal y el otro el de mi
trabajo –Duvalier hizo un gesto afirmativo con la cabeza. Pintada en su cara
había una incrédula sonrisa inocente.
Duvalier
agitó triunfante la tarjeta en el aire repetidas veces y se la guardó en el
bolsillo de la camisa.
XV
Se observaba apoyado en el espejo
mientras sonreía, chocando la mano a su reflejo. Heridas de guerra, pensó. En
su ordenador reprodujo Breakdown de Kris Kristofferson; le gustaba porque casi
describía noches como la anterior. Fue
directo a la camisa y, del bolsillo, sacó la tarjeta que ella le había
entregado. Se tentaba a sí mismo, con el móvil en la mano, a llamarla...
De
la canción le gustaba especialmente aquel verso que estaba diciendo: Aún tienes
las mismas canciones solitarias para recordarte a alguien que pareciste ser
hace mucho tiempo. Aquel verso le devolvió el porqué de sus noctámbulas salidas
al anochecer. De su amarga soledad. Del rechazo del mundo de los mortales y el
sonido de las lenguas humanas que, la bendita noche, a menudo, le apartaban muy
lejos. Porque al fin y al cabo, eran perfectos extraños, y los extraños son más fáciles de olvidar.
Fin
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