Una Apuesta Perdida
Las normas eran claras. Se
habían definido de antemano y, aunque pudieran parecer injustas, no había
vuelta atrás; un pacto es un pacto. Algunos no se ponían de acuerdo en el
aspecto de lo que era justo y lo que no.
—Sí. A caballo, en efecto,
lo es. Pero hay que tener en cuenta que el otro va en coche, y no en uno
cualquiera para la ocasión, si no en Jeep.
—Pero Bo solo puede coger
carreteras asfaltadas.
—Joo va a caballo
—Sí. Campo a través
—Ya... Pero en Jeep.
Esos dos habían comenzado
a picarse. Mantenían la serenidad, pero por dentro eran una bomba que espera a
ser detonada. Básicamente aquellos dos aspectos eran los que trataban las
discusiones de la gente. Aunque realmente importaba un carajo.
El jinete había decidido
aquellas condiciones y el conductor había pactado con él. Se había calculado
que cuatro días eran suficientes para recorrer el camino de los dos, pero a
ninguno se le había dado a conocer aquella información. Deberían conducirse
mediante una ruta preestablecida, distinta para ambos. Se tuvo en cuenta la
distancia de los caminos, la inclinación y lo abrupto del terreno, así como la
necesidad de repostar y de descanso; habiendo escogido para el jinete la ruta
antigua que la trashumancia había tomado durante generaciones y sobre la que
algunos ganaderos aún guiaban ganado a caballo —casi se había convertido en una
tradición, más que en una necesidad—. Cada uno saldría de la misma línea de
meta.
Justo antes de dar la
señal de salida, Bo, bajó la ventanilla del todoterreno y miró fijamente a la
cara de Joo, que se inclinó poco más o menos para mirarle unos segundos,
saludando con el sombrero. Luego se irguió, se acomodó en la montura después de
estirar las piernas apoyándose en los estribos y miró hacia el frente durante
toda la conversación.
—Recuérdame para qué haces
esto.
—Yo no me río, Bo.
El caballo resopló y sacudió
la cabeza acomodándose el bocado. El motor rugía en punto muerto al activar la
palanca del acelerador.
—Algunos piensan que estás
loco.
—Y otros que llevo razón.
—Ya. Pero no la mayoría.
—La mayoría no es siempre
lo mejor, Bo.
—Ya... Oye, mira. No vas a
ganar. No va a ser una línea de meta tipo la liebre y la tortuga. Aquí la
tortuga ni si quiera llega a la línea de meta.
Joo solo pensaba en que la
señal de salida se demoraba. Continuó:
—No demuestras nada de
todas formas. Aunque llegases antes que yo, de nada serviría. El mundo no va a
dejar de conducir coches de gasolina por ti. Nadie va a retroceder en el tiempo
y volver al medievo por ti. Al menos no por ahora. Aún queda mucha energía
fósil, y la avaricia del hombre es infinita.
—¿Es el diablo, quien con
dinero paga tus frases?
—Es la verdad —dijo Bo
algo molesto.
—He oído a muchos hombres
creer decir verdades como templos, y estrellarse acto seguido, tan contundentes
como sus certezas.
—Hablas poco. Pero dices
mucho cuando te pronuncias.
Thoreau, el caballo,
relinchó dando la conversación por finalizada.
—Bueno —dijo Bo
alargándose—. Ya dijo alguien que el movimiento se demuestra andando. Si el tío
hubiera tenido un Jeep como yo, hubiera dicho se demuestra conduciendo; yo lo haré en Jeep —se sentía orgulloso.
Al fin la señal de salida
se disparó.
* * *
La noticia se hizo eco en
todos los periódicos, incluidos los internacionales. Era cierto lo que Bo
decía: no a causa de Joo la gente se replantearía utilizar vehículos más
sostenibles, o abandonar sus vehículos de gasolina —además, la mayoría de la
gente desconocía la motivación del vaquero—. A este último solo le movía la
recompensa interior de saber que, al menos alguien como él, vería bueno actos
como el suyo, y puede, solo puede, que cambiara un ápice su punto de vista; sin
esperar de aquello dinero o fama. Había conseguido su objetivo y era más que
suficiente. Se permitió hacer una única declaración cuando cruzó la línea de
meta. Bo, en el coche, aún le quedaban cinco minutos para terminar. Vio las
palabras de Joo escritas en la portada del periódico de la mañana siguiente,
desayunando una desabrida taza de café: «Joo,
¿qué tienes que decir?» Bo le imaginaba entre la bulla de los periodistas, sin
siquiera mirar a los ojos de ninguno, impertérrito, para decir muy despacio: «Diógenes diría: el movimiento se demuestra
a caballo». Nadie comprendió nada; nadie alabó el comentario; nadie se rio.
Solamente Boo, que de la risa se había empapado en café.
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